Opinión | El espíritu de las leyes

Jueces y políticos

Juzgar consiste en aplicar el Derecho al caso concreto objeto de litigio

No se crea el lector, ante la escandalera político-judicial de nuestros días, que eso únicamente resulta posible en el goyesco país de los garrotazos. Ocurre en todas partes y dentro de las mejores familias de la democracia constitucional. Baste recordar la mutua hostilidad entre el gran Presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt y la muy conservadora Corte Suprema de la época, dedicada a torpedear las medidas más importantes del «New Deal». Renovar esa Corte es objeto, cada vez que se produce una vacante, de una lucha sin cuartel en el Senado. Los últimos tres nombramientos (un tercio del total) los impuso el feroz Donald Trump contra viento y marea.

La tensión bélica entre la esfera política y la judicial se producía igualmente en la Francia prerrevolucionaria, lo que demuestra además que no es lo mismo absolutismo regio que dictadura personal. De ahí que Montesquieu, gran teórico de la división de poderes, concibiera al poder judicial como «en cierto modo, nulo» y que afirmase que «los jueces de la nación no son más que el instrumento que pronuncia las palabras de la ley, seres inanimados que no pueden moderar ni la fuerza ni el rigor de las leyes». Pero este predominio del poder legislativo en la creación normativa, característico de los primeros ardores de las revoluciones liberales y por lo demás utópico, no duró mucho tiempo: el que tardó en instituirse y consolidarse el recurso de casación ante el Tribunal Supremo, destinado a unificar la interpretación de las leyes por los distintos órganos jurisdiccionales. Juzgar no es, ciertamente, legislar y los jueces están plenamente sometidos, según la Constitución, al imperio de la ley. Juzgar consiste en aplicar el Derecho al caso concreto objeto de litigio. Una tarea que, sin embargo, dista mucho del automatismo con que la concebía Montesquieu, al punto de que cada decisión judicial puede verse (por la diferencia entre enunciado lingüístico y norma) como una disposición nueva, si bien destinada a dar cumplimiento a la ley, de la que derivan su legitimidad y su validez.

La división de poderes, tan traída y llevada últimamente en el reñidero español, es flexible en nuestro régimen parlamentario en lo que atañe a las relaciones entre el Gobierno y las Cortes, y por el contrario rígida (una verdadera separación de poderes) en lo que se refiere a la independencia judicial. Por consiguiente, quienes, respetando los plazos establecidos en la legislación procesal, marcan los tiempos de la justicia no son las Cortes y el Gobierno, sino los propios juzgadores. Por tanto, la coincidencia cronológica entre determinadas actuaciones judiciales y una particular coyuntura política no entraña intromisión alguna (mucho menos «law fare», claro está) de la judicatura en el ámbito de lo político.

Así, la mera tramitación parlamentaria de la Ley de Amnistía en nada ha de inhibir la acción judicial, totalmente ajena al debate entre los partidos políticos. Las Cortes tienen sus tiempos y la justicia los suyos. Esto no lo entienden los iracundos diputados de la «fachosfera» supremacista catalana, cosa que a nadie puede extrañar, habida cuenta del soez decisionismo de estos fanáticos de la invención nacional y de su radical incompatibilidad genética con las civilizadas reglas del Estado democrático de Derecho. Acusar de prevaricación a los jueces desde la tribuna del Congreso (y amparándose cobardemente en la prerrogativa de la inviolabilidad parlamentaria) resulta impropio de la dignidad institucional de la Cámara, por la que debiera velar en primer lugar su presidenta.

La proposición de Ley de Amnistía se presenta en su larga Exposición de Motivos como una «ley singular», pero ahora se trata de ir más allá y convertirla en una ley individual, «ad hominem»: la ley de impunidad total de Carles Puigdemont. ¿Compensa semejante injuria a la democracia española el mantenimiento en el poder de Pedro Sánchez? Veremos cuánta tinta de calamar sale de la relectura en Comisión del texto de la Ley rechazada en el Pleno. Indudablemente, si el desafuero se lleva al extremo me conmovería hondamente como patriota constitucional. Pero ante ese fracaso estrepitoso de nuestro Estado de Derecho, creado con tanto sacrificio en 1978, yo jamás renegaré de él. Como diría Manuel Azaña, «mi duelo de español se sobrepone a todo».

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