Opinión | TRIBUNA ABIERTA

Emblemáticas luces de Navidad

La iluminación de estas fechas son un ejemplo antológico de una profunda simbolización

Somos seres simbólicos. Eso es lo que nos diferencia en buena parte de los animales. La inteligencia es a fin de cuentas la capacidad de representar la realidad de múltiples formas. Aprehenderla y manipularla. Convertir la materia (lo físico) y afectividad en símbolos con extraordinaria solvencia. A lo largo de nuestra Historia hemos simbolizado amplísimos conceptos culturales, sociopolíticos y económicos. Cómo no recordar esos arcos de triunfo romanos (símbolos de una victoria) que sintetizan la gloria de un emperador, o el impulso espiritual de la Edad Media a través de catedrales (con espíritu de verticalidad y ascensionalidad al infinito, en lo más alto) y castillos (dominio político; poder económico y territorial...). No son tímidos símbolos decorativos ni mensajes insignificantes. Pródiga es la Historia en ejemplos.

Ahora simbolizamos con mayor sutileza y de forma muy subliminal. Lo hacemos para denotar fiestas, afectos y poder económico. Siendo su contrapunto todo lo contrario. Las luces de Navidad constituyen un ejemplo antológico de una profunda simbolización. En apariencia muy simple, que en absoluto lo es. Lo más superficial se encuentra en el carácter alegre y jovial que nos trasmiten. Nos sumergen con solo verlas en un ambiente festero y afectivo de mucha notoriedad. Nos sacan de la realidad cotidiana para desplazarnos en un santiamén hacia un mundo de ficción. Hace años escuché a un alcalde muy culto --ante la cabalgante crisis y la precariedad de fondos para gastar en este mundo de dispendios navideños-- que las luces no se podían suprimir en las fiestas. La respuesta parecía a priori un dislate, pero su argumentación era fruto de una honda reflexión: porque son ilusión --decía con fruición– y esperanza en un punto crucial del año; el soporte afectivo a un mundo de precariedades que hay que sufrir a diario. No las quitaría nunca, dijo, con un gesto teñido de seriedad. Es verdad.

Las luces constituyen hoy día, ciertamente, un signo de identidad festera. No obstante, son mucho más, no sirven simplemente para iluminar y ofrecer alegría. En lo más liviano nos recuerdan efectivamente los motivos tradicionales con formas reconocibles (hojas de acebo, coronas reales, reyes y carrozas, blanco de la nieve y la pureza, dorado de la riqueza, rojo de la afectividad y la sangre), que asociamos a mensajes y conceptos profundos: sensación de alegría, paz, amor, prosperidad, convivencia, positividad, extroversión, pureza, amistad, etc. Es el lenguaje del corazón que llega al alma. No obstante, pocas veces la cabeza analiza la infinidad de mensajes que llegan a lo más hondo de forma subliminal de otra naturaleza (rivalidades, poder, dominio...). Las luces navideñas que todo lo revisten no son un lenguaje gratuito ni condescendiente, en su aparente bondad; están sembradas de profundos recovecos. Entiéndase que todas las ciudades compiten. Todas las tiendas y almacenes nos encienden la motivación (para algo, claro está) con fragor de luces, fachadas y escaparates, interiores deslumbrantes y sensación apremiosa de fasto; aunque no todos por igual, pues los hay más y menos poderosos económicamente (más iluminados). Todo es luz y color: sus marcas y slogans, decorados, paredes, escaleras, productos, etc. La rivalidad es a muerte. El capitalismo contundente revestido de fiesta y generosidad. Un mundo incierto de fantasía, regalo y bonhomía que es solamente escaparate. Luego vendrá la cuesta de enero, que es de la realidad misma de la vida.

Las luces constituyen hoy día, en fin, el símbolo de progreso y desarrollo de una comunidad. Los avezados gobernantes se afanan en prodigar luces y destellos en desmesura, y sin remilgo alguno pregonan su primacía sobre sus ciudades adláteres, más ensombrecidas y pobres. Menos desarrolladas y económicamente deprimentes, parecen decir. Con su ideología de por medio, claro. Véase cómo señorean luces la metrópoli neoyorkina, la romántica ciudad del Sena o la Ciudad Eterna; la Barcelona modernista, la capitalidad madrileña o la descollante Málaga (en Andalucía); ahora también pequeñas ciudades que quieren identificarse (Vigo...). Todas en un incontenido pugilato de progreso, que habla muy claro de las luminarias mundiales. Sabemos bien quien manda en nuestro mundo. Ya no hacen falta siquiera motivos navideños, porque ahora se juega con formas distintas, con luces diferentes, creativas composiciones y edulcoradas músicas. Hemos dado un paso al frente. Hemos sintetizado y clarificado (o todo lo contrario) el espíritu de las luces navideñas. Ahora lo entendemos todo (o nada) con la simple presencia de las luces. Son todo, afectividad y festividad. Son Navidad, comercio y progreso. Riqueza: dinero. Constituyen el poder económico y social de nuestro mundo. Las luces de Navidad se han convertido en las dueñas de nuestros deseos y aspiraciones, del prestigio social, fama y el distingo político. La cultura de la fantasía iluminada con etéreos rayos que se desvanecen en el infinito de cielo, allá a lo largo, pero eso ya no se ve. Vivamos por un día el sueño de la Cenicienta, que se desvanecerá en un suspiro. El espectáculo ha empezado, con más fuerza que nunca. Paaaaa...asen y vean.

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