Opinión | punto de vista

Leve teoría del aperitivo

Este 19 de septiembre fue el Día Mundial del Aperitivo. Como se me fue la mano celebrándolo, no he podido escribir sobre tan magna conmemoración hasta hoy, que bien podría celebrar el Día Mundial del Bicarbonato. El aperitivo es el vestíbulo de la felicidad. El aperitivo es una ocasión vital cargada de expectativas. Difícilmente podremos encontrarnos de mejor ánimo que cuando es viernes a mediodía y caminamos hacia un bar para tomar unas cañas con los amigos. El aperitivo es gozoso en una tasca con un vermú casero y sus aceitunas y sus patatas fritas, por mucho que tampoco desdeñemos el Negroni en un bar elegante de hotel o en una coctelería de esas tan en boga ahora. En algunas incluso saben prepararlo.

El aperitivo tonifica y abre el apetito, te vuelve sociable e incluso propicia, está documentado en la literatura científica, casos de gente que paga una ronda aún siendo devotos de la idea de no meterse la mano en el bolsillo jamás. Debe ser por la bonhomía que puede destilar esa hora cierta de felicidad en barra. El aperitivo no es una mini comida ni puede sustituirla, no es un par de tragos a un vino a palo seco ni es ir de tapas. Hay desaprensivos que practican el aperitivo a lo loco y luego pasa lo que pasa, que en realidad han comido o han ido de pinchos o se han emborrachado tontamente. Se empieza practicando mal el aperitivo y se acaba no dando los buenos días. Hay que elegir una bebida, un vino blanco o rosado fresco en primavera, una caña bien tirada y helada en verano, un tinto potente en invierno. O un martini, solo uno. Y algo de picar, claro. Un pinchito de tortilla, un par de croquetas no cargadas de bechamel ni de intenciones, unos mejillones al vapor, la famosa ensaladilla rusa, unos berberechos o una Gilda. Si Glenn Ford levantara la cabeza y viera en qué han convertido a Gilda a lo mejor se volvía a la tumba. No sin antes probar una.

De un aperitivo se debe salir con euforia y hambre, aunque no con ganas de invadir Polonia o de solventar el problema de los nacionalismos. Y conviene tener cerca el hogar o el restaurante elegido donde acudir después. Mata mucho el subidón de ánimo si uno, para almorzar tras el aperitivo, tiene que viajar en un autobús atestado, manejar un automóvil o coger la bici. No digamos ya si hay que andar siete kilómetros, en cuyo caso uno llega para acostarse, debilitado, blasfemando y habiendo dilapidado la alegría que se contrae dándose al aperitivo. Entre los aperitivistas o aperitiveros hay dos especies: la de los que luego se marchan y la de los que tras la segunda caña ya no los acuesta ni Dios hasta las tantas. La primera especie está en peligro de extinción, si bien se dan casos en gente ya de avanzada edad, pongamos más de cuarenta, que, tontamente cargada de obligaciones, remordimientos o deudas no entienden de prolongar la cita hasta el almuerzo, el tardeo, la cena, recena, copeo y madrugada. Son los que al día siguiente mandan un mensaje muy temprano. Muy molestos.

* Periodista

Suscríbete para seguir leyendo