Opinión | colaboración

La sabiduría del adjetivo

De la misma manera que de la frase de Tolstoi «todas las familias felices se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera» se infiere la idea de que hay muchas formas de ser infeliz, estoy convencida de que también hay muy diversos modos de ser sabio. Imagino que cada uno de nosotros siente una predilección especial por una determinada modalidad en que se manifiesta la sabiduría. Esa modalidad nos seduce y cuando hay seducción hay rendición y entrega. Por ello es probable que, conscientemente o sin conciencia de ello, ahí radique la causa de nuestras vocaciones y pasiones: la literatura, la pintura, la música, la filosofía, la arquitectura, la ciencia... En algún momento de nuestras vidas alguien nos pareció más que brillante, sabio, y su huella se convirtió en una estela perdurable. Así hay sabios a los que tenemos como tal y reconocemos cuando hablan, cuando escriben, fabulan... La diferencia entre un sabio y un genio es la originalidad, el ser precursor, el primero en hacer algo. Ser pionero concede un marchamo que la sabiduría no da. La sabiduría suele ser discreta, quizás por ello no está de moda, la genialidad en cambio, puro glamour, sí lo está. Parece no haber materia o disciplina en la que últimamente no abunden los genios, ¡qué suerte tenemos! Incluso recurrir a la palabra sabiduría tiene hoy algo de cursi y mucho de trasnochado.

Ahora lo que se lleva es el término «referente», se diría que convertirse en referente de algo, de lo que sea, es a lo máximo que se puede aspirar. No sé en qué momento la palabra e idea de referente se ha convertido en el eje en torno al cual gira la educación, la pedagogía, la motivación y todo cuanto rodea a niños y jóvenes. Pero vuelvo a lo mío. Nunca he podido evitar sentir gran admiración por las personas que adjetivan bien, aquellas que saben elegir con precisión el mejor adjetivo para calificar al nombre. Es posible que se deba a que esas personas son las que saben ver y saben decir y aunque ambas acciones puedan parecer poca cosa, acciones rutinarias sin importancia, no es así. Y no lo es porque las que saben ver detectan los peligros y los riesgos del mismo modo que descubren lo valioso y a los valiosos, siendo capaces después de describir con precisión y acierto cuanto han visto. Son personas de las que se puede y debe aprender. Y sí, la admiración, como la alegría, va por barrios. Cada quien es libre de admirar y considerar sabio o referente a quien le venga en gana, faltaba más. No sé hasta qué punto todo esto pueda tener que ver con lo que Marta Nussbaum llama «crisis silenciosa», sí casi un oxímoron, que vendría a dar nombre al estado de cosas resultante de la extendida querencia por la utilidad o rentabilidad inmediata, menospreciando aquello que no lo reporte, hecha excepción, claro está, de lo que canjee fama, que no es sino una forma indirecta de conseguir ambas: utilidad y rentabilidad. En un mundo tan acelerado como el nuestro, el sosiego que requiere la sabiduría acaba por resultar un estorbo, cuando no algo superfluo. De ser así, siempre es buen momento rememorar a Voltaire cuando decía aquello de «lo superfluo, cosa muy necesaria», aunque dudo mucho de que él incluyera en esa categoría a los sabios, fueran de su época o de las pasadas.

* Profesora de la Universidad de Zaragoza

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