Opinión | ENTRE VISILLOS

El verano que faltaron los cines al aire libre

Córdoba ha vivido una situación insólita que no debe ser más que un triste paréntesis

A finales del pasado junio encabezaba esta misma página preguntándome: «¿Qué pasa con los cines de verano?». Ya por entonces, cuando en condiciones normales se habrían estado dando los últimos brozados de cal para la puesta a punto de estos recintos al aire libre, ante cuyas taquillas se seguían formando larguísimas colas de espectadores en plena era del entretenimiento facilón y gratuito de internet, todos nos temíamos lo peor. Nos quedaba, eso sí, la esperanza del milagro que evitara el desastre, o sea, mantener vacíos y en decadencia el Coliseo, el Fuenseca, el Olimpia y el Delicias, los cines que, supervivientes de aquella treintena larga que animaba las noches estivales en tiempos tristes de postguerra, se habían convertido en envidia de cuantos lugares -casi toda Andalucía, y no digamos ya el resto del país- perdieron la costumbre de ver una película a la luz de la luna. Pero no hubo tal milagro. Ningún prodigio, ni municipal ni de alma caritativa alguna -llámese empresa o colectivo de los que tanto abundan y reivindican por estos parajes-, nadie vino al rescate de los cines de verano. Ni siquiera, testimonialmente, de uno solo, para no dejar caer una tradición que sobrevivió incluso en los días aciagos del covid; un «bien patrimonial y de interés público», como lo han definido voces cualificadas, que desde hace casi cien años entronca con las más puras esencias de Córdoba. Casi tanto como los patios, a los que se parecen, pues comparten una misma forma de ser y estar en el mundo; un estilo abierto de vivir, de disfrutar y hasta de penar a cielo abierto.

Martín Cañuelo, dueño de tres de esos cines y gerente de los cuatro, un emprendedor valiente con alma de celuloide, perdió la vida el pasado 28 de abril fulminado por un ictus a los 61 años, y a todos nos dejó más huérfanos de lo que podíamos sospechar. Sabíamos de su pasión por el séptimo arte -coleccionaba cuanto se le relacionara- y, sobre todo, conocíamos ese empeño suyo, que se movía entre los sueños románticos y el afán de negocio aunque casi se arruina, por preservar las proyecciones bajo las estrellas. Para ello las envolvió en los últimos adelantos digitales, mientras con su esfuerzo callado ahuyentaba a los buitres de la especulación. También apreciábamos su laboriosidad, y a nadie le extrañaba verlo vender entradas o hacer lo que hiciera falta sin que se le cayeran los anillos. O defender a capa y espada el futuro de esa «arqueología cinematográfica», como llamaba a los cines al aire libre, a la que en su opinión se debía sacar mucho más partido cultural y turístico. Pero no imaginábamos que la vinculación de Cañuelo con su empresa en todos los sentidos, desde el sentimental al técnico y el comercial, fuera tan estrecha que con él pudiera morir todo.

Y eso es lo que podría pasar si el cerrojazo de este verano dejara de ser un tristísimo paréntesis para convertirse en lo que nadie quiere, la desaparición definitiva de estos recintos y con ellos una forma sustancial de sentir Córdoba. Estamos ante un tema de ciudad que impregna tanto aspectos sociológicos como arquitectónicos, de imagen y hasta de salud si me apuran, porque las noches tórridas de las cuatro olas de calor, cuando los cuerpos parecían derretirse, hubieran sido más llevaderas sobre el piso recién regado de estos oasis con olor a jazmín y a dama de noche. Todo estaba a la espera, se nos dijo, de la apertura del testamento y de la decisión de los herederos, pero esa es una situación transitoria -y azarosa- ante la que hay que prever soluciones. Si no fuera porque existen normas urbanísticas que en teoría protegen los cines de verano, cabría sospechar del silencio institucional y ciudadano de estos meses. A ver si el otoño trae respuestas.

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