Opinión | cielo abierto

El dorado

Mañana lunes José Luis Rey presentará su nuevo libro en el Ateneo de Madrid

Este Domingo de Resurrección tocamos el dorado. El dorado no es una estación, no es una fase más, por alta que parezca, en la extensión vital, sino una plenitud venida del espíritu. Algo de eso late también hoy en la creencia de la resurrección, porque se representa ese fluir que nos puede llevar al más allá. ¿Qué somos antes, qué somos después? Evidentemente, no la ornamentación, por hermosa que sea, con su folclore. Es algo más hondo, una existencia salida de sus límites mundanos. Escribe José Luis Rey en al comienzo de su libro ‘El dorado’: «El dorado actúa en mí: yo soy su libro». Porque el dorado, para José Luis, es todo aquello que da vida a la vida, su vértigo interior con fiebre de lenguaje. Es lo que ha estado siempre en toda su poesía y por eso escribo hoy de él: no sólo porque acabe de publicarse en Visor -como toda su obra-, sino porque este poema único y no tan largo, dividido en treinta fragmentos espectaculares, tiene también su fondo de resurrección, igual que este domingo que nos hace mirarnos en el tiempo, con todo ese pasado que llevamos a hombros y también nuestro paso de presente, como un caudal de vientos y de voces que nos han conducido a este instante, recorridos enteros por la gracia, de un dorado que estuvo antes del sol y que espera también tras las cenizas. El dorado es la llama primigenia, el dorado es el magma, el gran primer estallido. El dorado es la luz.

Leyendo este libro de José Luis Rey es inevitable reparar en esa trascendencia que atraviesa estos días. Estamos casi todos ebrios de realismo objetivo: tenemos lo tangible y lo reconocible, nos representamos a nosotros mismos a través de las redes, cosemos el lenguaje de lo que se publica y la vida se ha vuelto completamente exterior. Sin embargo, algo está ocurriendo ya con este libro que nos hace pensar que el dorado ha tocado ya al dorado: casi al mismo tiempo de su publicación, Luis María Anson le ha dedicado una página entera en ‘El Cultural’. No somos muchos los que hemos disfrutado de una página entera de Anson sobre uno de nuestros libros y la experiencia es definitiva, porque Anson entabla ahí un diálogo con varias capas sucesivas en las que toda la tradición dialoga con tus poemas. No escribe Anson solamente, sino también San Juan de la Cruz, Santa Teresa o Juan Ramón Jiménez a través de sus citas y mimbres. Hablando el otro día con Pere Gimferrer de las dimensiones de ‘El dorado’, estábamos de acuerdo en que es un libro que abarca muchos más planos de los que puede parecer: el dorado es el espíritu, sí, pero también simboliza la resurrección de los muertos y el amor más puro. Lo que nos levanta y respiramos, lo que aún nos empuja a mirar al horizonte, lo que nos alimenta es el dorado.

Mañana lunes José Luis Rey presentará ‘El dorado’ en el Ateneo de Madrid, del que ya fueron socios los hermanos Machado, y antes Espronceda o el Duque de Rivas: un lugar al que la gente no va a figurar, sino directamente a darse, por los ideales ilustrados que ahora celebran su doble centenario. Hay algo ilustrado también en ‘El dorado’, algo muy ateneísta, algo muy de darse y de implicarse en la elaboración del alma humana. Desde que conozco a José Luis, más o menos en 1996, él siempre ha sido fiel a una manera de entender la poesía desde lo visionario, como una trascendencia del hombre hacia la luz. Con su aliento barroco recortado, en ‘El dorado’ hay una nitidez que nos hace recibir su espíritu de frente. Somos los conductores del milagro, somos lámparas vivas con una luz que no se apagará. Qué pena no poder leer eternamente, aunque después todos nos convirtamos en letra que leerán los demás. Somos la escritura del futuro, el hambre de una voz que también nos empuja desde lo infinito. ‘El dorado’ nos recorre a todos, con una llama viva en voz y fe. Ese planteamiento no de dogma, sino de revelación religiosa en ‘El dorado’ es lo que me ha llevado a escribir sobre él justamente el Domingo de Resurrección. Frente a la teatralización que tiene para algunos la Semana Santa, cuando se prescinde del relato bíblico -que es teatralización y es apariencia para toda la vida en general-, tendremos el dorado, su incendio en lontananza con un soplo para la eternidad.

Los niños, cuando nacen, poseen el dorado. La vida nos desgasta, nos va talando el tronco de la plenitud con hachazos terribles. Pero hay que mantener la llama del dorado, hay que protegerla del acoso y la ferocidad de los días normales, hay que resistir en la poesía antes de que el silencio nos deslumbre.

* Escritor

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