Opinión | LA RUEDA

La marabunta

Pasada la borrachera de corazones de San Valentín, al invierno le queda la última mordida antes de empezar la borrachera preelectoral. No quisiera caer en la vulgaridad de presumir de descreída, pero nos espera un maratón de verdades a medias para el que habría que ir preparándose. Tampoco es que sea una fan de la sinceridad total. Hay gente que te desnuda su corazón como si eso fuera en sí mismo un mérito, pero salvo que lo tengas muy bonito, a los corazones, como a la mayoría de los cuerpos, algo de ropa no les viene mal. A la realidad le pasa lo mismo.

Quizá por eso, los políticos, cual nuevos Taxiles, nos dan exactamente lo que pedimos, lo que podemos soportar: verdades maquilladas. Hay una especie de indefensión ciudadana ante la avalancha de consignas, pero también una responsabilidad personal en la propensión a aceptarlas. La verdad desnuda va por su cuenta y deja demasiados flecos de incertidumbre, mientras que la verosimilitud está siempre bien cerrada, como una contabilidad «creativa». La mentira lo tiene entonces más fácil porque solo necesita ser verosímil (piensen en todos los detalles absolutamente probables con los que se construyen los embustes). La verdad, sin embargo, es muchas veces increíble. O nos hace tan vulnerables que preferimos negarla. No en vano hemos asimilado ya en nuestro día a día fantasmas semánticos a la altura de Katie King: ética económica, capitalismo avanzado, caos controlado, cultura de masas, actuar con naturalidad. Vivimos en el oxímoron.

Estoy poco romántica, lo sé, pero me pregunto cuánta verdad queremos, cuánto corazón. Personalmente, tengo que reconocer que ya de muy niña, al ver ‘Cuando ruge la marabunta’ por primera vez, el prota me pareció tan cargante que me puse de parte de la marabunta. Si eso no es (un tipo de) romanticismo, venga Dios y lo vea.

* Filóloga y escritora

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