Opinión | LA RAZÓN MANDA

De nuevo la Transición

Exaltado este periodo, ojalá no se hubiera necesitado de haber podido participar en la reconstrucción de Europa en los años 50

Qué sé yo la de veces que hemos escrito sobre la bienaventurada Transición, ese apaciguamiento, esa avenencia -aunque todavía quedan injusticias por solventar- de las dos Españas que, con la Constitución de la Concordia, puso fin a 40 años de franquismo: época sin libertades, sin pluralismo, sin democracia.

Siempre hemos dilatado el tiempo de la Transición, llevándola hasta que ingresamos en la actual Unión Europea (1986), porque fue la conclusión del aislamiento padecido durante la dictadura y el regreso a nuestros orígenes culturales. Pero la salida del agujero en el que caímos tras los horrores de la guerra civil, pudo haber ocurrido mucho tiempo antes de la Transición: entre 1948 y 1952, cuatrienio principal del Plan Marshall para la reconstrucción europea, en el que España no tuvo vela porque Franco había sido aliado de Hitler y Mussolini y su desaparición de la escena política fue la condición ineludible que puso Truman para que participáramos en aquel diluvio de dólares -21 billones- que pusieron en pie al viejo continente, en auge a las industrias de los USA y en prólogo a la guerra fría que separó en dos bloques irreconciliables a los aliados que habían vencido a las paranoicas potencias del Eje.

Aunque Rilke dijo -y muchas veces le hicimos caso- que es mezquino hablar de lo que no fue, en singulares ocasiones, debemos efectuar una excepción para no descafeinar la tozuda verdad histórica. Por lo tanto, hemos de precisar, lamentándolo, que España solo obtuviese, muy tarde, algunas migajas del Plan norteamericano, aunque el ministro de Asuntos Exteriores, Martín Artajo, hizo grandes esfuerzos -hay documentos que lo atestiguan- para que España recibiera parte de las ayudas. Pero dichos esfuerzos personales fracasaron porque Franco, que tanto quería a su España, amaba más el poder, al que estuvo indisolublemente unido hasta que lo desalojó la muerte en 1975.

En alguna ocasión, llevados por lo antedicho, escribimos que la Transición fue una etapa ejemplar, pero habría sido innecesaria si España, tras la Segunda Guerra Mundial, hubiese tenido un régimen de libertades y, consecuentemente, sido partícipe de los fondos que resucitaron a Europa. Pero, la penosa realidad es que, mientras ese resurgir sucedía en los países de nuestro alrededor, aquí continuábamos con las cartillas de racionamiento, el estraperlo, los rosarios de la aurora, «la pertinaz sequía que asola nuestros campos» y algunos tiros de gracia al amanecer. Esa es la verdad que no se la salta ni un galgo ni un torero y que, tantas veces, nos la tergiversaron.

Esta reflexión nos conduce a considerar que los frutos democráticos de la Transición pusieron, igualmente, de manifiesto, diez siglos después, la razón que llevaba un muladí cordobés, Abenhazam, tratadista del amor sufí, cuando escribió: «La flor de la guerra civil es siempre infecunda». Y tanto.

Exaltada sea la Transición, pero ojalá no la hubiésemos necesitado, de haber podido participar en la reconstrucción de Europa cuando corrían los años 50 del siglo pasado. Es decir, veintitantos años antes de la Constitución del 78.

Y, por último, un favor: que nadie vea en los que acabamos de escribir un lamento, pues solo es la verificación -para que lo conozcan las nuevas generaciones, tan poco aficionadas a la Historia- de lo que pudo haber sucedido y no aconteció.

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