Opinión | PARA TÍ, PARA MÍ

La Inmaculada refleja la mirada de Dios

La Virgen María tiene tres hermosas virtudes que realzan su figura en esta solemne fiesta: amabilidad, prudencia y fidelidad

Diciembre nos abre a las grandes fiestas del año, que se dispone ya a decirnos adiós, tanto en el ámbito civil como religioso. La liturgia de la Iglesia vive el Adviento, como preparación para la Navidad. Y en el corazón del Adviento, el próximo día 8, la celebración de María Inmaculada, cuya silueta nos hace volver la mirada hacia el proyecto original de Dios, quebrado por una libertad humana que se sitúa fuera del foco del Creador. En María se nos ofrece la promesa de la restauración definitiva de ese proyecto, porque Dios quiere y puede llevar a plenitud su obra en nosotros. Toda la historia de la salvación relata los infinitos intentos que Dios va haciendo para reconquistar esta libertad extraviada, de modo que su plan puede realizarse sin violencia, con el asentimiento de sus criaturas. El relato de la Anunciación recupera sutilmente la memoria fatídica de aquella ruptura fundamental. El escenario de Lucas está muy lejos de aquel jardín paradisíaco que era Edén. Nazaret, un pueblo perdido en la periferia del Imperio romano, acogerá los comienzos de los tiempos definitivos. El libre asentimiento de María no tiene connotaciones sobrehumanas ni heroicas. Ella se concede el tiempo de atravesar la extrañeza y se permite también expresar aquello que no comprende. De esa búsqueda sincera nace un «sí» libre y entero. María Inmaculada es ese lugar plenamente humano donde la belleza de nuestra humanidad se ve rehabilitada desde su raíz. No se podría decir mejor. Esa «belleza inmaculada» fue recogida en unos versos bellísimos por Genaro Xavier Vallejos: «A ti, sagrada Virgen sin mancilla, / a ti, Niña Doncella inmaculada, / a ti, Virgen y Madre, doble Espada / de Dios en una sola maravilla». Por eso, el Concilio Vaticano II nos presentó a María, Madre de Jesucristo, como «prototipo y modelo para la Iglesia», y la describe como «mujer humilde que escucha a Dios con confianza y alegría». Desde esa misma actitud hemos de escuchar a Dios en la Iglesia actual. «El hombre inteligente medita los proverbios, el deseo del sabio es saber escuchar», nos dice el Eclesiástico. Necesitamos hoy, con urgencia, esta «sabiduría de la escucha», en este tiempo en que tenemos el serio y real peligro de escucharnos solamente a nosotros mismos. La invitación a la escucha nos interpela con fuerza desde los primeros tiempos bíblicos, e incluso de tiempos más antiguos, ya que es una invitación que nos llega desde la vida misma, se contempla como una abertura a la profundidad de la vida. La vida se plantea no como una suma de acontecimientos, sino como una relación personal con los demás. En la Regla de san Benito hay una especial consideración para dos palabras de especial relieve: persona y comunidad. Benito nos quiere proporcionar un instrumento que ayude a una realización personal de cada individuo, pero en el seno de una vida en comunidad. Este planteamiento se puede contemplar también a escala general o universal, pues cada persona no es una isla, sino que vive su vida en el marco de una institución, de una sociedad. Pero vive en el marco de esta sociedad no para llevar una vida de esclavo, sino para intentar desarrollar una vida digna y plena. Quizá por todo esto, por la importancia que tiene la «escucha» en nuestras vidas, María tiene tres hermosas «virtudes humanas», que destaca la letanía del rosario, en tres preciosas advocaciones. Primera, la amabilidad. «Madre amable», decimos en la letanía. La amabilidad es el amor en calderilla. La amabilidad se refleja en un semblante sereno, en una mirada tierna, en una palabra cercana, en una sonrisa abierta a la rosa de los vientos. María es una mujer amable. Segunda, la prudencia. «Virgen prudentísima», recitamos en la letanía. María es una mujer prudente en grado superlativo. Es decir, «una mujer que sabe estar, ocupando su puesto y ejerciendo su misión; sabe hablar, con las palabras debidas y oportunas; sabe escuchar con atención; y sabe callar, en un silencio sonoro de respeto». Tercera virtud humana de María: la fidelidad. «Virgen fiel», decimos en la letanía. La fidelidad es «testimonio viviente», «compromiso realizado con ilusión y encanto». Amabilidad, prudencia y fidelidad son tres hermosas virtudes de María, que realzan su figura en la solemne fiesta de la Inmaculada, mientras evocamos las palabras del papa Francisco: «En la mirada de María está el reflejo de la mirada de Dios».

** Sacerdote y periodista

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