Cuando Ernesto Cardenal -el poeta sacerdote que se arrodilló frente a Juan Pablo II en el aeropuerto de Managua en 1979, mientras el Papa le reprendía por su actitud política- vino a Córdoba el año 2007 para participar en el Memorial Vicente Núñez, ya era un opositor y represaliado del régimen de Daniel Ortega. Treinta años antes la revolución nicaragüense había sido un hito en la izquierda mundial por la lucha contra la dictadura de Somoza y había significado una esperanza en la izquierda hispanoamericana. Aquella lucha continuó por el intento estadounidense de boicotearla con los «contra», aunque también por la deserción de muchos de los decepcionados sandinistas de primera hornada.

Sin embargo, la situación actual de satrapía familiar de Daniel Ortega no ha hecho reaccionar a la izquierda actual -salvo excepciones-, presurosa para cualquier campaña contra el «imperio yanqui». La reciente muerte del sandinista Torres en las cárceles de Ortega, la represión continua del pueblo, el encarcelamiento de los opositores, las elecciones a la carta antidemocráticas, el nepotismo familiar, son causa más que justificada para escuchar algunas palabras de esa izquierda.

Creo que el pensamiento crítico izquierdista tiene la obligación y sobre todo el derecho, de denunciar las propias contradicciones de la izquierda y no ya apelando a la antigua autocrítica, sino a la más elemental condición de defensora de los derechos humanos y libertades en cualquier lugar del mundo y bajo cualquier régimen. Entre otras razones serviría para quitarse algunos sambenitos que usa continuamente la derecha para hostigar a la izquierda. Y uno piensa si a lo peor no lleven razón. O quizás sea sólo un nuevo mito el que la izquierda defiende los derechos humanos y las libertades. Ni siempre ha sido así ni en toda la izquierda; el leninista «libertad ¿para qué?» que le zampó el revolucionario ruso al socialista Fernando de los Ríos, sigue por desgracia resonando, como un acúfenos insufrible, en los oídos de algunos.

El problema puede consistir en que, al tener una ideología, hay a veces que aplicarla y tener que decidir cuándo y dónde. ¿A los dictadores de derechas sí pero a los de izquierdas no? ¿A los países que oprimen a las mujeres, pero son ricos, no o han luchado contra Occidente tampoco -léase Afganistán-, y en aquellos países en que la ley no discrimina a las mujeres, pero son europeos sí? ¿A los que hacen la guerra porque defienden su espacio de influencia y su imperialismo y se llama USA sí pero lo mismo si se llama Rusia no? ¿Irak sí, Ucrania no? ¿Los que boicotean la libertad de expresión a los que son de otro bando sí o si son del propio no? ¿Defender los justos derechos de los palestinos sí, pero los derechos humanos en la Palestina ocupada no? ¿Exigirlos en el Chile de Pinochet o en la Nicaragua de Somoza sí pero no en la China de Xi Jinping o en la Rusia de Putin?

¿Cómo cargar con esa carga? Ya se sabe que el papel, la opinión tabernaria y la postura intransigente o banal que no compromete, lo aguanta todo, pero la coherencia de las propias ideas debe definirse en esa aplicación práctica; estaríamos así hablando de una ética aplicada. Decía el ensayista Paolo Flores d’Arcais que el hecho de no poder luchar contra todas las injusticias no era óbice para sí hacerlo con algunas. Pero la discriminación continua y las anteojeras ideológicas para ver sólo lo que se quiere ver, no ayudan. Nicaragua es el síntoma de una enfermedad que es necesario tratar ya si la izquierda quiere y sabe renovarse.