Hoy, en pleno otoño -el mejor tiempo para las remembranzas-, hasta el gorro de políticos descarados, coronavirus, talibanes y diabólico volcán, vamos a refugiarnos en la memoria.

Durante la interminable posguerra la vía urbana más concurrida de la ciudad era Claudio Marcelo, que nunca perdió el sobrenombre de calle Nueva, desde que la abrieron al comienzo del siglo XX.

La calle Nueva era el camino para, bajando la Espartería, llegar al único mercado municipal de la Corredera, por lo cual siempre estaba repleta de público que, en navidad, se convertía en una multitud compacta. Durante diciembre, delante de los sillares del Ayuntamiento que nunca construyeron, colocaban puestos ambulantes de humildes figuras para belenes, brazadas de lentisco, panderetas y zambombas de todos los tamaños con el carrizo coronado por un floripondio de papel crespón.

Dicha calle Nueva contenía el compendio de todos los comercios de la ciudad. Repasémoslos a ojo de buen cubero. Había siete establecimientos de tejidos: Galisteo, Los Madrileños, Espino, unas pañerías en la esquina con Azonaicas, Flomar --sucursal de la firma nacional que vendía prendas masculinas confeccionadas-- la amplia tienda de Galo y los almacenes Sánchez. En el local de Galo y José Hernández vendían, a veces, tela blanca, opales y popelines a precio de marbete, formándose grandes colas para adquirirlos. Así funcionaba la tristísima posguerra imperial.

En los grandes almacenes Sánchez, con dos plantas, la cumbre de su atractivo coincidía con el mes de diciembre, cuando llenaban los escaparates de juguetes para que los comprasen los Reyes Magos. Allí conocimos una soñada bicicleta, los ingeniosos Meccanos para hacer construcciones y a Mariquita Pérez, la muñeca de último grito que lo mismo vestía de enfermera falangista adscrita a Auxilio Social, que de Caperucita Roja.

Cuatro eran las ferreterías: El Candado, Gutiérrez, El Timbre --en esta ocupaba el puesto de cajera la enlutada madre del poeta Juan Ugart, muerto en la guerra, del que nos regaló el libro Presentes de abril-- y La Campana, con un gran escaparate en el que exhibían las primicias del progreso: bañeras Roca y frigoríficos Kelvinator.

En la calle había dos farmacias: la de Caballero, muy surtida --allí me regalaron un maravilloso calidoscopio que anunciaba la Cafiaspirina-- y la de Ángel Avilés, en los bajos de la casa donde vivía Antonio Gala, con suelo entarimado y una impronta galdosiana. También eran dos las zapaterías --una se llamaba Mallorca-- y las tiendas Pueyo, especializadas en artículos de regalo, escribanías con Don Quijote y, desde noviembre, figuras para belenes de gran calidad que copiaban las de Salzillo.

Lindando con el Instituto de Enseñanza Media que dirigía don Perfecto García Conejero, estaba la perfumería Hoyo, que expendía colonias a granel capaces de inundar con sus aromas el primer tercio de la calle. Más abajo, una armería empolvada y tenebrosa; el mejor estanco de la ciudad que, además de mediocres tabacos nacionales, vendía efectos timbrados, entre ellos las letras de cambio que iniciaban su espectacular reinado; casa Márquez que comercializó los primeros trajes de faralaes. En la acera de enfrente, la óptica Otero que también tenía ortopedias rudimentarias; una tintorería -«Lutos en 24 horas»-; la tienda de Redondo, con muebles apilados en un batiburrillo indescifrable; las pasamanerías Kalia y Muñoz. Esta última guardaba en cajoncitos broches, botones, imperdibles, cintas, entredoses, bobinas...

Todos esos establecimientos han ido desapareciendo. La única excepción es la Relojería Suiza que hasta conserva su antigua fisonomía.

Por la calzada de la calle Nueva circulaban, constantemente, carros tirados por mulas que transportaban productos para el mercado de La Corredera, en vísperas navideñas manadas de pavos y, de vez en cuando, automóviles con gasógeno y los autobuses llamados «de las calles».

En vía tan importante y concurrida tenían sus consultas médicos muy acreditados, como los doctores Bueno, Gala, Calzadilla, Ochotorena..., y abundantes funcionarios. Recuerdo uno de alta gama, con dos hijos mozalbetes de menguada estatura, al que los guasones llamaban el Padre Coloma por ser autor de pequeñeces.

* Escritor