Hace unos días seguí escalofriado el testimonio de la chica que fue violada hace un año y medio en Manresa. Contaba las dramáticas secuelas que la agresión le había provocado. Me llamó la atención que subrayara cómo sentía fobia hacia los hombres y que incluso sentía miedo cuando estaba con los de su familia. Ante realidades tan dramáticas como ésta, me pregunto dónde estamos los hombres, hasta qué punto seguimos sin sentirnos interpelados por todo lo que sufren las mujeres como consecuencia de la cultura machista que a nosotros nos otorga un lugar dominante. Me preocupa que una gran mayoría siga pensando que las violencias patriarcales son algo ajeno a nosotros y en las que no tenemos ningún tipo de responsabilidad, por más que lógicamente no seamos los directamente responsables de cada agresión o maltrato. Todos, todos sin excepción, incluidos quienes estamos concienciados de que éste es un problema estructural que tiene que ver con el desigual poder que el género nos otorga a unos y a otras, somo partícipes de la cultura que alimenta las violencias y que incluso las justifica. Todos reproducimos y amparamos el machismo con nuestros comportamientos cotidianos. Y todos, al guardar silencio, al quedarnos en la posición comodona que no nos obliga a posicionarnos de manera activa, toleramos que el machismo crezca y se reproduzca. De esta manera, de poco servirá que las mujeres feministas sigan vindicando y manifestándose en las calles, ni siquiera provocarán los efectos deseados los instrumentos legales de los que hemos sido capaces de dotarnos para luchar contra las injusticias de género. Seguiremos habitando sociedades formalmente iguales pero en las que el poder continuará en nuestras manos y en las que las mujeres tendrán que conformarse con una ciudadanía devaluada. De ahí que las violencias machistas y la masculinidad que las produce sean un problema político. Porque tienen que ver con el desigual y jerárquico estatus que hombres y mujeres seguimos disfrutando en las sociedades del siglo XXI. Y porque su erradicación requiere que pongamos políticamente el foco en una concepción de la virilidad que nos sigue dibujando como los controladores y conquistadores, los sujetos depredadores habituados a disponer de mujeres que satisfagan nuestros deseos y necesidades, los individuos socializados en eso que Rita Segato denomina «capacidad de adueñarse» y que nos lleva a cosificar, o sea, a deshumanizar a las mujeres, o lo que es lo mismo, a negarles su condición de sujetos.

Si las raíces del problema son tan evidentes, me pregunto por qué, pese a todos los avances normativos y en políticas que en este país se han producido en las últimas décadas, no hemos sido todavía capaces de abordar, con rigor y desde lo público, acciones dirigidas específicamente a los hombres. Que incidan en nuestros procesos de socialización y que contribuyan a desarmar unas expectativas de género que siguen insistiéndonos en que seamos «hombres de verdad». Que cuestionen las estructuras de poder en las que todavía hoy nosotros somos protagonistas. Que aborden de manera urgente un modelo de sexualidad que sigue conjugándose por y para nosotros, de manera que nos sigue erotizando sentir que tenemos mujeres sometidas a nuestra disposición. Calladas, sumisas y algo putas. Porque, reconozcámoslo, todos los hombres llevamos un putero dentro.

Esta transformación pendiente, que no es otra que la que el feminismo lleva siglos reclamando, solo puede empezar por un proceso personal de concienciación de las relaciones de poder que implica el género. Esta tarea de ponernos delante del espejo exige a continuación un paso al frente desde el compromiso igualitario y una acción continuada de intolerancia hacia el machismo. A todo ello han de sumarse cambios institucionales y culturales, sin los que no habrá modificaciones sustanciales del desigual estatus de ciudadanía que disfrutamos hombres y mujeres. Una utopía que, al fin, nos reconciliará con una democracia que no merecerá tal nombre mientras que la mitad de sus componentes sufran miedos, violencias y desigualdad por el solo hecho de no haber nacido con un pene entre las piernas.

* Catedrático de Derecho Constitucional