Conocí a Charo cuando era poco más que una niña, casi una adolescente, bella y coqueta, a la que nunca le faltaba una sonrisa en la boca. Muy cerca de la madre de mi hijo, la disfruté con su entusiasmo siempre a prueba de cualquier precipicio, como si en su musculatura atesorara una magia de la que solo están dotadas quienes son capaces de agarrar la vida con un abrazo incondicional. Me gustaba observarla cuando hablaba, cuando seducía con su mirada torva y sus gestos de chica feliz, cuando era capaz de remontar el vuelto pese a que, por dentro, un fantasma no dejaba de joderle los días. Yo, que siempre he admirado a quienes viven el atletismo casi como una religión, por más que a mí me cueste ponerme en su lugar, no podía sino dejarme llevar por su risa de aprendiz eterna, por sus piernas luchadoras, por la energía que yo no sé de donde sacaba una mujer que siempre me pareció que, en su interior, estaba a punto de romperse.

Hoy, cuando acabo de recibir la noticia de que no ha conseguido llegar a la meta de la que ha sido la carrera más larga y dura de su vida, intento, sin mucho éxito de momento, tragarme las lágrimas y recordar sus mallas de colores, sus coletas y sus moños, su manera de luchar contra la enfermedad mostrándose a sí misma y a los demás como una mujer con poderío. En un mundo que hace unos años, y me temo que todavía hoy en gran medida, se lo sigue poniendo mucho más complicado a las que, como ella, pretenden ser equivalentes a sus colegas hombres. Esos que siempre se han creído, nos hemos creído, los reyes de todas las pistas, los señores de todos los deportes, los que a duras penas reconocemos a las que son más fuertes, veloces y generosas que nosotros. En este sentido, Charo no necesitó nunca hacerse expresamente activista, porque ella ya lo era, con su actitud, con su rebeldía, con sus maneras de ser y de presentarse a los demás. Dejando siempre claro que ella quería ser la dueña de su cuerpo y de su destino, por más que tuviera que vérselas a diario con el monstruo que no le dejaba tranquila y que hacía de su cuerpo una especie de campo de batalla permanente contra la enfermedad y el deterioro.

Después de más de un año tan complicado y doloroso, en el que la pandemia debería habernos ayudado a entender que solo nos une la vulnerabilidad y que esta rotunda evidencia debería provocar que cambiáramos las prioridades de nuestras vidas, hoy quiero agarrarme al ejemplo de Charo, la corredora, la que siempre bailaba en las fiestas, la que ni siquiera perdía la sonrisa con la cabeza llena de vendas, como esa luz que debería enseñarme, a diario, que no soy un superhéroe. Que yo, como todos, como todas, también vivo en el alambre, en el precipicio de mi fragilidad, y que la vida no es más que ese juego, a ratos gozoso, de pasear por el acantilado sin temor a que el cuerpo se nos vaya hacia el fondo del mar. Intentaré vestirme hoy, y todos los días, con los colores que para Charo eran siempre un amuleto, y seguiré, como me enseñó ella, como me enseñó y me enseña Loly, la madre de mi hijo, que en la pista están muchos de los secretos que nos permiten sobrevivir. En esta carrera de fondo, con relevos incluidos, que es la vida.

En este domingo triste, pero en el que brilla un sol casi de otoño que me borra las lágrimas, cojo el relevo de Charo y me pongo a bailar. Como si la pista en la que tantas veces la vi entrenar hoy se hubiera convertido, al fin, en una discoteca donde ella y yo nos guiñamos un ojo al ritmo de la última canción de moda. Ella eterna y yo un aprendiz.

* Catedrático de Derecho Constitucional