Soy de esas generaciones que al terminar el bachillerato no tuvieron acto de graduación ni cena multitudinaria. Tampoco viajé a Mallorca, entre otras cosas porque mis padres entonces no se podían permitir esos lujos, cuando ni siquiera ellos habitualmente se iban de vacaciones. Recibí felicitaciones por mis buenas notas, pero en ningún caso me sentí tratado como un héroe. Desde muy pequeño, me enseñaron el valor del esfuerzo y de la responsabilidad, así como la inevitabilidad de los errores y de las frustraciones. También tuve claro que los ejercicios de rebelión siempre serían a costa mía y no costeados con la tarjeta de mi padre. Con ello no quiero decir que cualquier tiempo pasado fuera mejor, pero sí que detecto que con el tiempo hemos ido perdiendo una serie de faros necesarios cuando somos seres en construcción, con frecuencia desorientados, mucho más en un mundo como el que vivimos, rodeados de escaparates de deseos por satisfacer. El capitalismo en su versión más salvaje se ha encargado bien en enseñarnos que, por encima de todo, somos seres deseantes. Y que, claro, es el dinero el que hace realidad nuestros sueños y el que incluso, llevado a un extremo, hace que muchos quieran identificar sus deseos con derechos.

Como padre de un hijo que ya es mayor de edad, he cometido y sigo comiendo errores en lo que entiendo que es la tarea que más complicada que asumí hace 19 años. También yo fui cómplice de un viaje a Mallorca y acepté sin rechistar un programa de festejos que mi hijo parecía merecerse después de un largo año de exámenes. También yo, como tantas madres y tantos padres, preferí mirar hacia otro lado y vivir medianamente feliz en la ignorancia. Eso sí, pagué cada mes sin rechistar las cuotas que la empresa organizadora nos reclamaba puntualmente y preferí en aquellos días no mirar las redes sociales en las que mi hijo y sus colegas colgarían fotos en las que demostraban su presente felicidad. La conmemoración etílica del final de una etapa, como si fuera una especie de ritual de paso, pero que en este caso me temo no era más que un punto y seguido en la adolescencia que ahora se prolonga hasta no sé cuándo. Todo ello, recuerdo, tras un año en el que muchas de sus compañeras habían celebrado por todo lo alto sus 18 años y habían organizado fiestas que parecían sucedáneos de algún capítulo de Élite. De ahí, por tanto, a lo que acabamos de contemplar en Mallorca, algunos entre horrorizados y perplejos, solo mediaba un paso. Y es que la pandemia no ha hecho sino poner al descubierto buena parte de nuestras miserias y, muy especialmente, el sentido tan laxo que todas y todos tenemos de la responsabilidad, entendida ésta como una virtud cívica que nos liga a las personas con quienes convivimos.

Más allá de la discusión jurídica sobre las medidas adoptadas por el Gobierno balear, o de los excesos a los que hemos asistido por parte de unos padres y de unas madres que confunden el ejercicio de su debida tutela con un paternalismo que maleduca, el verdadero problema de fondo es que todas y todos estamos dominados por la lógica del disfrute y de la felicidad inmediata. Esa que permanentemente compartimos en redes para dejar claro que ni sufrimos ni nos apartamos de la tribu. La que transmitimos a los y las más jóvenes con nuestras praxis cotidianas en las que prima el narcisismo y la satisfacción inmediata de nuestros apetitos. En las que ocultamos el dolor, el sufrimiento, la lucha. Como si todo ello no fuera parte inevitable y necesaria de la vida. Al contrario, convertimos en dogma el presentismo y los placeres inmediatos, al tiempo que eludimos nuestras responsabilidades hacia el otro y la otra, la ética de la responsabilidad sin la que los derechos se convierten en libertades egoístas. Una lección pendiente en el currículum no solo de nuestros hijos e hijas, sino en el nuestro, en el de unos padres y unas madres que, con frecuencia, mereceríamos ser confinados una temporada. Castigados en el rincón de pensar.

*Catedrático de Derecho Constitucional