Que una taxista me invite a escuchar música con oídos nuevos mediante la obra Música, solo música en conversaciones entre Haruki Murakami y Seiji Ozawa, no me dirán que no tiene su punto.

Que me hable de planteamientos filosóficos un vendedor de móviles porque ha observado cómo el cambio de este artilugio hace que la gente deje atrás parte de su historia, también tiene su punto.

O que se inaugure una plaza en honor de mi hermana Ana, tiene un punto muy especial.

Estas anécdotas tan cotidianas pero sensiblemente humanas van paralelas en el tiempo y en el espacio a las investigaciones de la astrónoma Yamila Miguel, profesora en la Universidad de Leiden (Holanda), donde estudia las atmósferas y los interiores de (exo)planetas para entender y vislumbrar sus orígenes. «Trabajo para comprender mejor nuestro lugar en el Universo», dice la doctora.

Así creo yo que, de manera simultánea, la vida cotidiana y los descubrimientos científicos más sofisticados nos hacen conocernos mejor y aprender más sobre nosotros mismos.

¿Sería atrevido entonces afirmar que el ser humano es fascinante y complejo?

Es que la atrayente belleza de una película de Bertolucci o la sinceridad y ternura de Berlanga, la subversión creativa de un bocado de nuestro Kisco García en el Choco, un cuadro perturbador de Maruja Mallo, un poema curativo y sanador de la gran Juana Castro o un estremecedor concierto de Mozart en la Mezquita por la Orquesta de Córdoba nos hacen creer en esa fascinación. Sigan ustedes añadiendo logros de esta humanidad, y observen que de forma equidistante esta humanidad desoye los gritos de la emigración, de la trata y la explotación laboral de menores, del crimen organizado, de la aberración de los vientres de alquiler, de la no solución al hambre y la pobreza, del enriquecimiento bastardo de la industria armamentística o de cualquier fanatismo... También en esta vía podemos engrosar la lista. Y es alarmante.

Pero siempre nos quedará la naturaleza. Desde la locura del baile circular de varias moscas en el centro de una habitación tibia, hasta los sobrecogedores acantilados del sur de California. Desde los cóleos casi gigantes en la acera de plaza Colón, hasta la turbadora Antártida y sus frailecillos volando a 88 kilómetros por hora.

En esta dicotomía nos debatimos, porque en el fondo sabemos muy poco de todo, de los demás, de lo que nos rodea y de dónde nos desenvolvemos con cuidado y cierta alarma.

Dentro del desasosiego personal y cuando necesito un subidón, me pongo a escuchar y ver a Gianna Nannini en 1988 interpretando I Maschi o en su enardecente concierto de 2016. Por cierto no se pierdan las ganas que le pone el batería, Monish Miller.

O busco consuelo en la lectura y encuentro a Ali Smith en su novela Otoño cuando el personaje de Elisabeth lee a Daniel: «Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, era la edad de la sabiduría, era la edad de la sinrazón, era la época de la fe, era la época de la incredulidad, era el siglo de la luz, era el siglo de la tinieblas, era la primavera de la esperanza, era el invierno de la desesperación, lo teníamos todo, no teníamos nada».

¿Será así? ¿Será que no tenemos certezas?

¿Podemos concluir que el ser humano es fascinante? Sí. Y destructivo, también.

* Docente jubilada