Por encima del tsunami político que no cesa, entretenidos entre mociones de censura, tránsfugas y dimisiones, convocatorias y sondeos electorales, con el clásico trasfondo del «quítate tú para ponerme yo», antes de buscar los consensos y centrar esfuerzos por ofrecer las respuestas necesarias a las urgentes necesidades de nuestros días; la actualidad que nos ocupa viene empapada por esta efemérides maldita de un año de pandemia que nos cambió la vida a todos entre geles desinfectantes y mascarillas, entre aforos reducidos, citas previas y protocolos de seguridad. Ha sido un año de pérdidas, en todos los órdenes.

Se alteraron los relaciones personales y sociales. Un año de abrazos prohibidos, de viajes aplazados, de encuentros suspendidos, de fiestas clausuradas, de distancias sociales, de sonrisas ocultas. Un año de calles desiertas y toques de queda, de estados de alarma en el que nos dimos cuenta que la vida on line no está mal como sucedáneo, pero que es mucho mejor la otra vida de antes.

Se hundió la economía y con ella todos sus teóricos del mercado, y se perdieron miles de empleos que llevaron a la frustración y el desánimo. Un año de incertidumbres, donde los proyectos y las inversiones se paralizaron y modificamos las prioridades también. Meses de ayudas públicas, de colas en comedores sociales, de redes de solidaridad.

Un año de miedos y quebrantos, de estadísticas de la muerte que se llevaron para siempre 90.000 historias con rostros y latidos que dejaron huérfanas otras tantas familias; de partes de guerra diarios de víctimas y contagios. Un año de dolor y pesar, de enfermos con secuelas, de servicios sanitarios desbordados, de carencias materiales e improvisaciones. Sí es verdad que estamos más curtidos, como después de una batalla, pero sobre todo nos sentimos más frágiles y vulnerables.

Un año de héroes anónimos, de aplausos en los balcones que nos sirvieron de terapia colectiva, de encuentros con el vecindario, de reconocimientos mutuos, de buscarnos para no sentirnos solos en este escenario siniestro. Es cierto que hemos pasado más tiempo en casa, que hemos valorado mejor lo importante, que el teletrabajo ha cambiado las relaciones laborales, que la contaminación ha disminuido y hemos descubierto los entornos naturales que nos rodean. Pero a un precio demasiado alto para compensarnos.

Han sido unos meses en que la desconfianza ha ganado la partida, un año de tedios y hastíos del que salimos un poco tocados. La covid-19 no solo mata personas sino también las expectativas y anhelos. Hacen falta, como titulaba aquel libro de José Luis Martín Descalzo, razones para la esperanza. Escribía el dramaturgo y presidente de la República Checa Václav Havel, que la esperanza no es lo mismo que el optimismo, no es la convicción de que algo saldrá bien, sino la certeza de que todo tiene sentido. No, es un año para olvidar sino una lección para aprender. Nos sentimos, de alguna forma, supervivientes elegidos de esta atmósfera de conflicto. Esperemos que no sea en vano, que sepamos encarar la vida con gratitud por el sólo hecho de estar aquí y ahora, de amanecer cada mañana; para afrontarla con la esperanza que debemos a nuestros hijos y a quienes ya no pueden compartirla; para aferrarnos a una vida que se desborda en una primavera que siempre vuelve y nos abraza.

** Abogado y mediador