En la misma fila de asientos del hemiciclo nos sentábamos Antonio José Delgado de Jesús, Carmelo Casaño Salido y yo, como diputados de la Unión de Centro Democrático. Era la tarde del día 23 de febrero durante la sesión de investidura de don Leopoldo Calvo Sotelo como presidente del gobierno. En el palco de autoridades estaba sentado el cordobés y presidente del Senado Cecilio Valverde Mazuelas. Antonio y Cecilio, años más tarde, se marcharon al territorio de la muerte sin pasaporte de vuelta y ya no pueden recordar aquel asalto al Congreso de los diputados por el teniente coronel Tejero.

Recuerdo a Delgado de Jesús en el océano soleado de mi memoria porque me acompañó intensamente durante la legislatura constituyente.

En mi memoria está aquel 23 de febrero de 1981 como si viviera a mi lado un molesto huésped que nos trajo angustia colectiva y soledad personal. Hasta la mañana siguiente de ese 23 de febrero no pudimos regresar a la vida normal y beber con tranquilidad una copa necesaria.

Ahora, al final de mi camino, cerca de cumplir ochenta y tres años, seco mismas lágrimas por los diputados que ya no podrán recordar esa fecha como son Galeote del partido socialista y Gallego del comunista.

Todavía oigo silbar los disparos que impactaron en la cúpula del hemiciclo del Congreso y siento el terror de que no se hubieran abierto todas las puertas. Aquella horrorosa imagen no se borra en mi mente, estúpida imagen dolorosa, llena de traición e impía. Es como difusa galaxia que prefiero no recordar ni en aquel tiempo ni en aquel lugar. Nos trajo una vida triste que pudimos continuar sanos y, sobre todo, vivos.

A los cuarenta años de aquel asalto se enciende la hoguera de mi memoria y me lleno de tristeza. Salté de mi escaño y de tres zancadas puse el muro del edificio como respaldo de mi asiento. Un libro me hizo compañía sobre el que paseaba mi mirada mientras aquel joven capitán peroraba desde la tribuna de oradores.

Yo estaba ayuno y cansado, hecho polvo y mesurado, sin ganas de vivir con una metralleta a mi lado. Leía párrafos mágicos sobre el futuro de los ordenadores personales.

Fue aquella una noche gélida de febrero, rodeado de diputados y solísimo, pensando en mi malestar que olía a duelo. Fue noche de color de cuervos sin alas para volar fuera de aquella trágica realidad que luego resultó ser ficción.

Durante unos minutos me sentí juguete del azar, desvalido en aquella desventura. El hemiciclo estaba lleno del polvo de silencios, salvo del ir y venir de Blas Piñar y de su ruina moral. Fue noche sin norte hasta la una de la madrugada, sin aire, sin brújula.

A los cuarenta años, aquel asalto está lleno de imágenes que van y vienen en mi memoria y que se van haciendo borrosas, como van y vienen en las páginas de los periódicos y de mi voz a la pluma del periodista que relata aquel hito desagradable.

Prefiero que aquellas imágenes duerman en la penumbra.

*Catedrático emérito de la Universidad de Córdoba