Mientras escribo estas líneas cae mansa la lluvia al otro lado de la ventana. ¿Mansa? ¿De dónde viene esa mansedumbre? De mí, por supuesto. Pues no hay lluvia mansa, ni hay lluvia bronca, ni la hay triste, ni tampoco alegre, ni -a pesar a Borges- existe algo así como una lluvia «minuciosa». Podemos atribuir a la lluvia todas las cualidades que deseemos, pero lo cierto es que la lluvia es solo lluvia. Si no hubiera nadie que la escuchara, seguiría lloviendo. Sin adjetivos.

Hubo un tiempo en el que llovía siempre de este modo, tan ajeno a la retórica. Vivíamos a la intemperie. El fragor de la lluvia nos empujaba a buscar refugio bajo un árbol o en la oscuridad de una caverna. El rayo que reventaba la noche nos hacía ver lo pequeños que éramos en el interior de aquella rendija. Luego inventamos la agricultura, y por fin crecimos un poco: la lluvia se hizo recurso. ¡Pero era tan poco previsible! Si llegaba con mesura, era ella la que nos servía el pan en la mesa; si lo hacía a trompicones y de malos modos, pudría las raíces de los sembrados; si se retrasaba, agostaba la cosecha. ¡Cómo nos hubiera gustado domesticar también al aguacero, de manera que descargara solo cuando fuera preciso! Con plegarias a los dioses intentamos ese cultivo. Sin éxito. Aún hoy sienten los agricultores que en la lluvia (o en su ausencia) les va la vida, pese a los sofisticados sistemas de regadío y a las pólizas de seguros.

Una civilización primero fabril, luego de servicios, rompió nuestro vínculo con la lluvia y, en general, con cualquier desaire que pudiera infligirnos una naturaleza que, mientras tanto, había perdido para nosotros garras y hocico. Fue entonces cuando advino el lujo de la falsa nostalgia. Pues solo añora la naturaleza quien se sabe a salvo de sus zarpazos. En nuestras guarecidas existencias la lluvia es solo la incomodidad del paraguas y esos charcos pendencieros que nos hacen desviar el paso por las aceras. La naturaleza -de la que la lluvia es solo una de sus caras- apenas nos asusta; incluso hay quienes, arrellanados en sus sillones, se lamentan de lo mala que es la civilización y lo bueno de aquel tiempo en el que eran uno con la Madre Tierra, de cuyo útero se sienten arrancados. En cuanto a la lluvia, el poeta juega a transmutarla en la palabra «lluvia», tan solo para ataviarla luego -como si fuera una muñeca- con toda clase de adjetivos.

Pero para la mayoría de nosotros, atareados citadinos sin tiempo para trenzar versos, la lluvia -disuelta en un jarabe de flautas anémicas, cuencos tibetanos y vaporosos sintetizadores- ha visto reducido su alcance al de simple música ambiental.

*Escritor