Nací en Baena en 1938. He leído el libro clásico de Valverde y Perales sobre Historia de Baena y el de mi padre, titulado ‘Baena en la Historia’, escrito para niños en edad escolar. Y, ahora, leo con gozo lo que de mi pueblo y el suyo escribió Vázquez Ocaña en los años veinte del siglo pasado.

Son artículos compilados y transcritos por otro periodista baenense, Expósito Extremera, que han sido editados por la Diputación de Córdoba bajo el título ‘Vázquez Ocaña, artículos cordobeses’.

Tiene Vázquez Ocaña colorida exquisitez cuando habla de su pueblo, Baena, en los años veinte. Describe a su pueblo en pleno Carnaval de 1926 como pueblo aceitero que sabe a tedio y a alpechín. Y por sus calles corre la aguaza negra con que las aceitunas parecen vengarse de su trituración; todo el pueblo huele a alpechín.

Y así también era Baena veinte años más tarde en mi niñez cuando yo tenía ocho años de edad. Era la Baena de muchos molinos aceiteros que luego fueron concentrados en cooperativas hasta llevar la excelencia de sus aceites de oliva a los mercados, envasados por Abasa, hoy regida por italianos.

Vázquez Ocaña recuerda a Francisco Valverde y Perales, perteneciente a familia de militares, con motivo del fallecimiento de su hijo Clemente en el frente de África en defensa de España. Al héroe, Clemente Valverde Villarreal, lo califica de mozo, todo corazón, todo sonrisa, todo fe por la vida, chiquillo para quien la milicia no era ademán sino honor.

Este chiquillo me retrotrae a mi niñez en la plaza de Valverde Perales donde yo nací y donde también los vecinos me llamaban chiquillo.

Clemente, dice Vázquez Ocaña, comentaba sonriendo que los moros no sabían tirar pero al frente de su sección de legionarios ha caído con la serenidad del bravo y la alegría del niño. No hay más bello epitafio que el dejado por Vázquez Ocaña para su amigo por haberse dado a su España, gloriosamente, como el soñaba.

Lo escribió el 14 de mayo de 1924.

Me produce ternura y tristeza porque yo conocí la historia de Baena, escrita por el padre del héroe Clemente, de la mano de mi padre. Y, por fin, Vázquez Ocaña escribe sobre la Semana Santa de Baena en febrero de 1926.

Entonces se celebraron seis procesiones desde el miércoles santo hasta la última en el domingo de resurrección. Yo conocí solo cuatro en los años cuarenta: las del Miércoles y Jueves santos y las dos del Viernes Santo.

Aquella del Jueves Santo de 1926 ya no pudo procesionar en los años cuarenta desde Santa María La Mayor porque el templo fue incendiado en 1936.

Me hubiera gustado, de niño, contemplar el prendimiento que el miércoles se hacía en los años veinte ante el Convento de las Monjas. Parte de esa tradición se intenta recuperar en años recientes. Describe la salida de la procesión del Viernes Santo desde San Francisco a la que mi abuela seguía de penitente.

Vázquez Ocaña relata el ambiente así: detrás de Longinos y los Ladrones, pausada, camina la hermandad de los nazarenos. Todos enfundados en sus túnicas moradas con sus negras cruces y sus rosarios y su silencio impresionante... La pobreza de su atavíos muestra la humildad de su devoción. Inacabable y fastuosa.

Me conduce esta lectura al caminar de mi abuela bajo túnica morada y encapuchada, con cruz a cuestas y descalza, en el año cuarenta y dos. Rezaba para que le devolvieran el patrimonio incautado a su esposo, masón, ejecutado en Ronda en 1937.

Si desean gozar de la riqueza literaria de Vázquez Ocaña no dejen de detenerse en el relato corto titulado ‘Flor de Leyenda’, donde se cuenta la maravillosa vida del hidalgo Aranda quebrado de color y nervudo; de su figura, de sus ademanes, de su parlar emanaba una melancólica aristocracia. Su casa afincaba en la Almedina, lindera con el Convento de Madre de Dios. Fue este hidalgo fruto espléndido del siglo XVI, el de la colonización americana. Lean el libro, sobre todo, mis paisanos. Disfrutarán de buena literatura, incluso cuando, como diputado en los años treinta, Vázquez Ocaña, desde su ideología, no pudo ser muy equilibrado en sus crónicas parlamentarias de excelente finura.

Pero fueron crónicas que mostraban el devenir luctuoso de aquella República.

* Catedrático emérito Universidad de Córdoba