Lo ocurrido en la tarde del miércoles en el Capitolio de Washington DC pasará a los anales de la historia. Creo que es acertado decir que el asalto al mayor símbolo institucional de este país por los seguidores del presidente Donald Trump es el mayor atentado de nuestro tiempo al sistema democrático.

Lo es a nivel simbólico, porque estamos hablando del sistema político que ha sentado las bases de la democracia en nuestra historia contemporánea, no solo en Estados Unidos, sino también en Europa. Aunque desde Europa se exportaran los ideales de un sistema democrático a Estados Unidos, a través de las teorías de John Locke sobre la separación de poderes y las de Jean-Jacques Rousseau sobre la democracia representativa y la política de consensos (el denominado «contrato social»), cierto es que fueron los Estados Unidos de América quienes lo pusieron en práctica. Y, aunque en Francia se iniciara una nueva etapa de construcción política y social tras la Revolución Francesa y la constitución de la Asamblea Nacional y la Declaración de los Derechos del Hombre, fue verdaderamente la experiencia americana la que retornó a Europa con fuerza casi ciento cincuenta años después, marcando el sistema político vigente en los estados de nuestro continente.

Y, en segundo lugar, la gravedad del asalto al Congreso y el Senado de EEUU para el sistema democrático es que fuera alentado por Trump. Este hecho es de una gravedad inédita, pues significa la rebeldía de un presidente contra el propio sistema (democrático) que cuatro años atrás lo llevó a él a la Casa Blanca. Supone de facto el bloqueo al normal funcionamiento democrático y el troleo al sistema de elección de representantes de las instituciones de Estados Unidos. En ese sentido, la gravedad estriba no ya en no reconocer los resultados de dicha elección a través del voto del pueblo estadounidense, sino en utilizar todos los medios legítimos (procedimientos judiciales, alegaciones, en la Comisión Electoral, en los tribunales de justicia y, en el Congreso y en el Senado) e ilegítimos (alentar la insurrección del pueblo americano, poner en jaque al propio sistema político estadounidense, debilitar las instituciones de EEUU a nivel internacional, amenazar a los líderes republicanos, etc.), para seguir ostentando a toda costa el cargo de presidente e impidiendo, con ello, la renovación del gobierno mediante la toma de posesión del presidente electo en las pasadas elecciones, John Biden.

Lo que está sucediendo en Estados Unidos es el reflejo de un nuevo tiempo político. Trump pertenece a una nueva hornada de líderes políticos mundiales y nacionales autoritarios y de extrema derecha (Putin en Rusia, Bolsonaro en Brasil, Kaczyński en Polonia, Le Pen en Francia, Baudet en Holanda, Salvini en Italia, Abascal en España, etc.), que aspiran a ocupar el poder de las instituciones, en la paradoja de utilizar el sistema democrático, para después reventar desde dentro todas las reglas del juego democrático. Son líderes que utilizan el populismo para generar simpatías sociales, empleando argumentarios fáciles basados en tópicos y prejuicios («Viva España», «Viva el Rey», «Viva la Iglesia», «Viva la caza», «Viva los toros»), acercándose a los problemas comunes utilizando a chivos expiatorios («los inmigrantes», «las feminazis», «los socialcomunistas», «los golpistas») y alentando el odio y la polarización.

La estrategia basada en el binomio populismo-polarización es una estrategia política ya común en países como España (las batallas políticas de PP y PSOE en gobiernos autonómicos y gobierno central o las tensiones entre comunidades autónomas). Pero el elemento novedoso que se ha incorporado a ese binomio -sobre todo entre los partidos de extrema derecha- es la de la tensión discursiva, la violencia simbólica, la manipulación informativa y la intoxicación de la opinión pública, pasándose por alto cualquier estándar de ejemplaridad, decoro, buenas prácticas y transparencia, que verdaderamente requiere la política en un sistema democrático.

Una de las consecuencias más graves, y de ahí el parangón con lo acontecido anteayer en Estados Unidos, es la normalización de los discursos violentos e indecorosos en las instituciones. Los ciudadanos de a pie ven en sus representantes a referentes a los que seguir, y esas prácticas pueden generar un caldo de cultivo propicio para la violencia más allá de las instituciones. No en vano, en Estados Unidos es tema de conversación en bares y familias la posibilidad de una guerra civil. En España hay quienes alientan cargarse a «26 millones de hijos de puta». Obviamente, la clase política y las instituciones que han de salvaguardar la democracia (Congreso, Gobierno y sistema judicial) tienen alguna responsabilidad en ello: denunciar esas prácticas e impedir que tengan lugar.

La polarización violenta como estrategia política quiebra la democracia porque pone en jaque al sistema y las instituciones de representación. Una estrategia peligrosa que conduce al totalitarismo, alimenta la violencia y aniquila los derechos fundamentales. No lo olvidemos, sin democracia no hay libertad ni derechos. Sin un sistema basado en el pacto social, cualquier alternativa posible es la autoritaria. Solo beneficia a quien desea ostentar el poder desde tales medios. Lo ocurrido en EEUU este miércoles es una llamada de atención que ha de hacernos pensar como sociedad madura, para evitar consecuencias similares en otras muchas democracias nacionales, incluida la española.

* Profesor titular de Sociología en la Universidad de Córdoba y exparlamentario andaluz