También a mí me gustaría hablarles de la primavera que pasa y nos espera, esa de aromas en las calles y de terrazas repletas en animadas charlas. Pero la realidad me lleva a centrar la atención en los más vulnerables de esta crisis, las personas mayores. Más del 80 % de los fallecidos por el covid 19 tenían más de 70 años. Algunas residencias de ancianos se han convertido en auténticas trampas mortales para sus residentes, donde los que pueden se marchan al refugio de familiares ante el contagio inminente en residencias desbordadas por la falta de personal y recursos que preserven su integridad. En muchos hospitales, y ante la insuficiencia de respiradores, en esta medicina de guerra impuesta, ya se los están retirando a las personas mayores afectadas para ponérselos a otros colectivos de menos riesgo o más jóvenes. El vicegobernador de Texas, el republicano Dan Patrick, ha dicho en una entrevista en Fox News que «los abuelos deberían sacrificarse y dejarse morir para salvar la economía». Y uno de los mantras más repetidos en algunos medios de comunicación para calmar a la población es que el coronavirus afecta mayormente a los ancianos. Lo que resulta terrible como mensaje, tanto para quienes tienen ancianos a su lado como a quienes les queda un mínimo de sensibilidad. Porque la grandeza de una sociedad se mide por la manera en que trata a sus mayores. Y una sociedad que convierte a sus ancianos en piezas prescindibles ha perdido todos sus puntos cardinales.

En las culturas primitivas, las personas más ancianas gozaban de una consideración especial, por su sabiduría, experiencia y conocimiento. Sin embargo, en la sociedad de hoy estorban las arrugas, y tanto se venera lo superficial y el culto al cuerpo que se condena a la decadencia del alma. Los abuelos molestan al sistema económico neoliberal, porque no son productivos y resultan gravosos en prestaciones contributivas y asistenciales. El mismo Fondo Monetario Internacional ya pidió bajar las pensiones por «el riesgo de que la gente viva más de lo esperado». La sociedad que minimiza la muerte de los ancianos se ha olvidado que ha sido construida por esos ancianos, esos que hoy se han convertido en un número que miramos con cierta distancia, sintiéndonos falsamente seguros de que no nos va a tocar a nosotros. Fueron esos ancianos los que nos dieron la vida y pusieron los pilares que nos trajeron hasta aquí, quienes sobrevivieron a las penurias de la guerra, levantaron este país y lucharon por las libertades que disfrutamos. Los que recogieron los pedazos desechos de muchas familias durante la crisis económica, los que hoy están cuidando a sus nietos. Es infame y deshumanizador que el progreso se mida en términos de PIB y desarrollo tecnológico, en lugar de hablar del bienestar y la salud de todos los integrantes de la comunidad. De ahí que sacrificar a los más vulnerables, a los más frágiles e indefensos de la sociedad, nos insensibiliza y convierte en monstruos en una sociedad endurecida e individualista. Cada vida cuenta y esta enfermedad afecta a todos, lo que significa que esta lucha es de todos. Y no es una lucha por la supervivencia individual sino por la supervivencia colectiva. Por la supervivencia de los grupos más vulnerables. Y por la supervivencia de lo que queda de humano en cada uno de nosotros. Lo que damos hoy a los ancianos es lo que recibiremos mañana. También nosotros aspiramos a llegar a esos niveles de longevidad. Por eso, desde ese rincón de provincias, estremecido, hoy levanto mi voz firme en nombre de todos ellos que se sienten desprotegidos y abandonados, y que quizás no la levantarán porque no pueden, para pedir que los primeros a quienes hay que atender son a quienes más lo necesitan, a los más débiles y vulnerables. Y otro día, con su permiso, hablaremos de la primavera.

* Abogado y mediador