A la ciudad no le ha sentado nada bien la valoración negativa de la Unesco a la candidatura de los patios para ser considerados patrimonio inmaterial de la humanidad. Es lógico, porque son muchas las malas noticias en los últimos tiempos, pero si de algo sirven las evaluaciones externas es para reflexionar si lo estamos haciendo bien. Hasta ahora el debate se ha centrado en el acierto que han tenido o no las instituciones en contar lo que los patios efectivamente son. Se cuestiona si se orientó bien el dossier para esta particular convocatoria o si los ponentes supieron explicar la inmaterialidad de los valores vinculados a los patios y su festival/concurso. Parece que ha habido errores en ese sentido, pero para mí lo fundamental es ese "lo que los patios efectivamente son", o sea, cómo andan los patios, aquí y ahora, de valores inmateriales. Creo que la respuesta es regular y, lo que es peor, empeorando.

Los valores de los patios tienen que ver con tres dimensiones: la principal, a mi modo de ver, la relacional. Los patios son antes que nada lugares de relación social, de convivencia, y su peculiaridad es que lo son aún siendo espacios privados. La segunda dimensión es la de interacción del hombre (sobre todo de la mujer...) con lo natural en un contexto artificial, urbano. La inserción de vida vegetal para generar un determinado ambiente emocional y estético. Entiendo esta segunda dimensión secundaria respecto de la anterior porque creo que su función es básicamente mediadora, o sea que se adornan los patios para los demás, o mejor, para relacionarnos nosotros con los demás. Esto no niega una función estrictamente privada e íntima, la del cuidador/a con sus plantas en su espacio. La tercera dimensión es la propia arquitectura del patio, una arquitectura que sirve de soporte a las relaciones convivenciales e interactúa con los elementos vegetales. Las dos primeras son las que propiamente denominamos como valores inmateriales.

¿Qué ha ocurrido con estos valores inmateriales? Lo que podríamos llamar desarrollo, modernidad o como se quiera supuso una fuerte erosión de los mismos básicamente por dos motivos. Un primero, que las viviendas dejaron de ser infraviviendas y la gente dejó de necesitar los patios para funciones básicas (higiene, lavado y otras); en segundo lugar que las tecnologías (televisión, internet) y las posibilidades de movilidad (vehículo privado) dieron nuevas alternativas para el ocio y la comunicación y el acceso a espacios de esparcimiento más lejanos. En definitiva, desterritorializaron las relaciones. Nuestras relaciones primarias no son ya con nuestros vecinos, lo son más con las personas con las que compartimos afinidades, parentesco o entorno laboral. Este proceso de cambio se produciría entre los años 60 y 80 del pasado siglo y es generalizado en nuestro espacio socioeconómico.

¿Qué ha ocurrido en los últimos años? Nos encontramos con una arquitectura peculiar y una tradición de ornato vegetal y de compartir ese espacio durante un par de semanas (una generosidad que sustituye simbólicamente la función relacional que se producía de forma más o menos permanente). La ciudad, o más bien sus instituciones y agentes relacionados, deciden poner en valor la dimensión material de los patios (el valor estético producido por la conjunción arquitectura-vegetación) con una finalidad fundamentalmente turística. Realmente la propia creación del concurso en las primeras décadas del siglo tiene esta finalidad, pero es en las últimas décadas cuando se proyecta como un reclamo para atraer visitantes de forma masiva. El uso turístico a través de la exhibición de espacios se produce en detrimento de una función relacional que como veíamos ya estaba fuertemente erosionada. En definitiva, una lectura unidimensional de los patios (su valor como imagen) hegemoniza la identificación y explotación de un fenómeno que deja de aportar otros valores sociales que, en un interpretación nublada por el tópico, damos por sentados (generación de vecindad, convivencia). Como en una especie de maldición bíblica, los patios (que son ya más una especie de memoria fosilizada) en pocos años se muestran incapaces de ser también un adecuado producto turístico, tanto por su limitada capacidad de carga, como por la pérdida de significados, perceptible también por los turistas.

Estando así las cosas, la ciudad presenta la candidatura a su reconocimiento como patrimonio inmaterial de la humanidad, con poco éxito hasta el momento. Independientemente de que se consiga o no, de que sea en 2012 o en 2015, creo que la ciudad debe hacer una reflexión más profunda sobre lo que está pasando con sus patios que la que suele protagonizar el debate en los medios (si dos o tres fines de semana, si se cobra entrada, cómo se reparten los beneficios económicos...). Debe tomarse en serio la integralidad del fenómeno (sus valores inmateriales también, claro) y afrontar el reto de cómo generar valores sociales, simbólicos, arquitectónicos, convivenciales y económicos de forma sostenible y en el contexto contemporáneo. Ni la respuesta tradicional (actuar como si los patios pudieran ser exactamente lo que fueron), ni la puramente economicista (la explotación turística en detrimento del resto de valores) parecen ya posibles. No tengo espacio ya para proponer qué hacer pero, para apuntar en alguna dirección, diré que veo más esos valores inmateriales en la iniciativa de los vecinos de calle Imágenes que en muchos de los debates institucionales y mediáticos en torno a los patios.

* Sociólogo del IESA-CSIC