Yo leo libros, yo leo libros. Cada vez que me encontraba con este personaje me plantaba esa afirmación reiterada como carta de presentación. "Yo leo libros, yo leo libros", me dijo aquel día de agosto en que nos conocimos en Casa Palop, junto al pozo, al abrigo de un biberón de vino del año. En ese momento, sus lecturas se me antojaron improbables, porque aquella persona tenía más aspecto de trabajar felizmente en sus viñas y disfrutar sus ratos de asueto alrededor de la cultura oral del vino. Suponía yo que su obsesión por demostrar que leía era un intento de parecerse a lo que no era, de asimilarse a lo que éramos muchos de nosotros, en realidad unos pseudointelectuales de vidas virtuales y esterilizadas por la cultura.

Pasados veinte años me lo encontré ahora de nuevo, no ya en Casa Palop, que ese lugar mítico está cerrado y nadie se atreve a recuperarlo para el mundo del vino y la oralidad, sino a las puertas de la biblioteca del campus. Tenía un aspecto extraño, sorprendente, conociendo sus orígenes. Hablaba de forma muy enérgica, gesticulando mucho y agitando una larguísima cola de caballo que pasaba como un limpiaparabrisas sobre la leyenda de su camiseta pintada: "Léeme". Y antes de que me diera tiempo a acercarme a saludarlo, se dio la vuelta, como intuyendo mi presencia, y se abalanzó sobre mí para preguntarme a boca jarro. "¿Usted lee mucho?". A lo que respondí que no, que mucho no; para mí, que leo lo justo, muy a salto de mata. Leo aquello que me absorbe, un texto que me atraiga, que me sorprenda con algo muy resplandeciente. No leo para divertirme, sino para comprender.

Me sorprendió que mi amigo el leelibros no se me hubiera presentado con su tarjeta del "yo leo libros, yo leo libros". Creo que no me reconoció a primera vista. Y es que yo apenas he cambiado físicamente. Mientras que su mirada sí. Era obvio que este hombre no era el mismo de hace veinte años. Su camiseta lo resumía todo. Y luego está el librito que parecía estar vendiendo a los transeúntes. Me pidió, me atrevería a decir sin pretender ser ofensivo que me imploró que le comprara su libro por cinco euros, así que no tuve más remedio que comprárselo. Me lo llevé a casa y lo he leído.

Umberto Eco piensa que la gente lee porque está insatisfecha con su vida, con la vida de verdad y que por eso el número de lectores no hace más que crecer, por encima de las crisis, y pese al aparente analfabetismo funcional persistente. Y le doy casi toda la razón. El habla con propiedad, solo así se explica que un investigador de la semiótica irrumpiera de pronto en el panorama de la literatura con El Nombre de la Rosa e insistiera después en la misma fórmula con El Péndulo de Foucault . La gente lee en busca de placer y satisfacción para sus vidas. Y los escritores cierran el círculo.

El terrible secreto de mi amigo el leelibros es que jamás leyó un libro. Y ahora parece que ha escrito uno, del cual no creo que consiga vender más de un ejemplar. Pero lo más curioso del caso es que el libro es una biografía novelada, muy novelada, vamos; en realidad una especie de biografía fantástica. Para mí, por encima del caso particular, esta anécdota refleja un proceso inquietante de la realidad, que parece ir fundiéndose progresivamente con la virtualidad de las novelas, las películas y los videojuegos. Puede que en un futuro no muy lejano los escritores sepan leer nuestra vidas a la perfección para hacernos más felices. Y solo un poco más tarde todos seremos escritores.

* Profesor