Las leyes no son milagrosas. Son, nada más y nada menos, el instrumento más racional del que disponemos para ordenar la convivencia y para garantizar nuestras libertades. Pero de ahí a que por sí solas puedan extirpar tumores muy extendidos en la sociedad media un abismo. Fíjense si no en los datos de la violencia de género a pesar de la Ley de medidas integrales aprobada el pasado año. Una norma necesaria y valiente pero que, como muchos nos temíamos, no va a acabar con un problema que hunde sus raíces en las aguas pantanosas del patriarcado. Y no lo va a conseguir porque su "lenguaje moral" es distinto al imperante todavía en la sociedad. Mientras que ésta siga respondiendo a la ancestral diferencia jerárquica entre el hombre y la mujer, y eso es algo que no se cambia simplemente con una ley, las estadísticas de muertas, golpeadas y silenciadas no dejarán de crecer.

Algo similar, salvando las distancias, ocurre con las leyes educativas. El debate que estamos viviendo estas semanas olvida que las reformas legislativas no son la varita mágica que resolverá los múltiples problemas que presenta nuestro sistema educativo. Es evidente que el mismo hace aguas por muchos sitios. No hace falta más que comprobar el nivel de los jóvenes que llegan a la Universidad o hablar con los desesperados maestros que batallan todos los días con unos chicos y chicas malcriados, con unos padres y madres que han confundido el cariño con la irresponsabilidad y con una Administración ciega e ineficaz. Dejando a un lado el tema de la religión, que debería resolverse devolviéndola a los espacios privados de los que nunca debió salir, es urgente que la sociedad, no sólo la clase política, se plantee qué educación estamos dando a los hombres y mujeres en cuyas manos estará el futuro de este país. Un reto que necesita, por supuesto, de reformas legislativas, pero también de una reflexión mucho más profunda por parte de todos y todas los que deberíamos participar en el proceso educativo.

Con demasiada frecuencia se nos olvida que también nosotros, yo diría que fundamentalmente nosotros, somos los responsables de los valores y de las inquietudes que van a modelar la personalidad de nuestros hijos. Nos equivocamos si pensamos que la escuela ha de suplir esa tarea. La escuela no puede convertirse en un sustituto de las ausencias de los padres. Todos y todas hemos de ser cómplices de un proceso en el que nos jugamos el futuro de nuestra sociedad. No bastan pues leyes cargadas de buenos propósitos. Para eso ya teníamos la LOGSE que falló, además de por la falta de recursos personales y financieros, porque partía de un modelo ideal de padres y alumnos que poco tenía que ver con el real.

Deberíamos superar el debate político, tan demagógico y tan interesado, y reflexionar sobre el modelo de sociedad que nosotros, padres y madres, estamos construyendo. Un modelo en el que, por obra y gracia de la generación de progres progresivamente aburguesados, hemos glorificado el éxito fácil, la irresponsabilidad y el discurso facilón de los derechos que olvida las paralelas obligaciones. Y esas, que son las reglas del juego de los mayores, son las que inevitablemente nuestros hijos asumen en una eterna adolescencia de bolsillos llenos y cabezas vacías. Por ello, el gran reto pendientes es el de asumir el papel que como padres y madres nos corresponde en los complejos engranajes que contribuyen a socializar a nuestros hijos e hijas. Un papel que habría de recuperar parte de la autoridad perdida, sin la cual es imposible la educación, y que debería superar el absurdo de un modelo educativo que responde a unos valores que poco o nada tienen que ver con los que bendecimos todos los días. Si no asumimos esta responsabilidad, mucho me temo que, pese a las reformas que se anuncian, seguiré confundiendo las aulas de mi Facultad con las del colegio del que esos jóvenes, y también sus padres y madres, nunca debieron salir.