Uno de los memes que últimamente más se ha prodigado en las redes ha sido la renegación de este encadenamiento de momentos históricos. Se empieza a abominar tanto sobresalto de acontecimientos únicos, toda una Montaña Rusa que comenzó con las Torres Gemelas y casi ha hecho a la década de los noventa, en su análisis comparativo, una suerte de Belle Epoque. Queremos ser rotundamente normalitos, cual el trillado guion del niño que desea crecer para vivir experiencias únicas y enseguida anhela regresar al arrope de lo cotidiano, comprobando que lo extraordinario no desmerece tanto a lo ordinario. Ante ello, un buen antídoto es la relativización del distanciamiento, o el grano de la paja, como se decía en cristiano viejo.

Para empezar, no es la primera vez que algunos americanos se visten de indios. Ya lo hicieron en el puerto de Boston para lanzar al agua las pacas de té de los ingleses, y levantar una soflama libertaria en la que se asentó la democracia, hasta la fecha, más respetada. Ahora, otras huestes han seguido a esta mazorca réplica de Fernando VII o del Sargento Maraña, embarcando a la tropa y dejándola en la estacada. Ya hemos tenido otros ejemplos de mesianismos digitales, pero este ha sido el acabose -o el iniciose, porque pintan bastos ante tanta tontuna-. El asalto al Capitolio es la veraz demostración de los peligros que conlleva concentrar la masa gris -o lo poquito de ella- en el pulgar. Los iluminados quedan muy bien para que Vargas Llosa escribiese La guerra del fin del mundo. Pero ya está.

Esta nevada ha sido un canto a los inviernos antiguos. Pero no faltarán cuñados que en su omnisciencia asomarán el colmillo de su cinismo preguntando capciosamente por el calentamiento global. En el pecado llevamos la penitencia, porque los ciclos de la Tierra ponen a raya nuestro egocentrismo. Filomena es un asomo de lo que viene, con unos huracanes que pronto jugarán al gallito inglés con las Canarias. Para desmontar prejuicios y suficiencias, Roma conoció unas temperaturas que hacían moderado el Ferragosto. No nos valen las estampitas del frío medievo. Fueron las centurias del XVI al XVIII las que padecieron una pequeña edad del hielo, cortesía de una vertiginosa época de erupciones volcánicas. Los carámbanos en la Europa del Norte, Támesis congelado incluido, ayudaron al despegue de la Europa del Sur. Y aunque todos los modelos apuntan a un aumento de la temperatura, son muy precarios los equilibrios de la naturaleza. Hace unos 12.900 años, un flujo excesivo de agua dulce desde el río San Lorenzo bajó la salinidad del Atlántico Norte, precipitando la última glaciación.

Para finalizar, la pandemia, con la frívola elisión de experiencias anteriores. Frente a los logros de la Comunidad Científica, queda la querencia de la sociedad de comulgar con la intrahistoria, repitiendo muchas de las insensateces que no han ayudado a doblegar todavía la enfermedad. Mejor mantener la terminología de la segunda ola, porque en el comparativo con la mal llamada gripe española, la tercera ola apenas tuvo relevancia. Ahora no vale encomendarse a la logística o a los elementos. Lo absolutamente prioritario es emplearse en una marcial campaña de vacunación, sin titubeos ni fiestas de guardar.

Todo pasa, incluso el vértigo de los acontecimientos históricos. Más pronto que tarde llegará una etapa valle, en la que habrá que quebrarse la imaginación para rascar a lo anodino algo noticiable. Ya verán cómo también echaremos de menos esta época tumultuaria. No tenemos remedio.

* Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor