Un año más el aniversario del atentado de ETA en Córdoba, a la misma puerta de mi casa, me hace sentir rabia por un lado y alegría de estar viva, por otro. Viva por la buena suerte de haber fallado el detonador de tres coches bombas que nos hubieran hecho volar por los aires a centenares de vecinos, pero sobre todo terror al pensar que una de mis hijas sigue viva porque el teléfono la retuvo unos instantes. Tremendo aquel día, cuando a las siete de la mañana un estallido ensordecedor nos tiró a la calle. No, no podré olvidar mi tropiezo con el cuerpo joven del sargento Ayllón ensangrentado, muerto entre escombros, ni podré olvidar cómo quedaron nuestras casas, ni el pánico sufrido, ni las horas de incertidumbre hasta que los coches fueron explosionados. Como ocurre con el tema de los accidentes de tráfico, siempre cree uno que esas cosas quedan para otras personas y son como eventos que se contemplan con pesar, pero siempre lejanos, aunque momentáneamente nos provoquen inseguridad y miedo. Pero desde aquel día yo me ando preguntando: ¿Me puedo considerar víctima del terrorismo? Porque ¡claro! en mí dejó secuelas, hasta el punto de que cada vez que oigo un ruido extraño corro escaleras abajo. No, no quiero que este día se olvide, pero no por las posibles víctimas, que fuimos todos los vecinos y que felizmente, nos quedamos en el susto de nuestras vidas, y en el destrozo de nuestras casas, sino por aquel chico joven que mataron, aquí, justo a la puerta de mi bloque. El, sí, con su flamante uniforme militar, con sus proyectos a flor de piel, con la madrugada por testigo, fue la única y legítima víctima. Un ramo de flores inédito en un lugar olvidado por los cordobeses, cada año, nos recuerda aquel fatídico día. Desde lo más hondo de nuestras almas, al menos de la mía, dos reivindicaciones: que no se olvide, que no haya nunca más ni una sola víctima de cualquier terrorismo.

* Maestra y escritora