Sigo emocionado en la distancia cómo mi querida y admirada Leticia Dolera presenta su ya exitosa serie Vida perfecta en el Festival de Cine de San Sebastián. La sigo y la siento poderosa, con voz propia, pese a que con frecuencia haya quienes le pongan zancadillas y la obliguen a hacer un permanente ejercicio de malabarismo. Justo un día antes, la cordobesa Josefina Molina recibe también en Donostia el Premio Nacional de Cinematografía. La directora de Función de noche, que es una de las películas que mejor ha retratado las consecuencias del contrato sexual en las mujeres españolas que crecieron durante el franquismo, es una de esas señoras hermosas de pelo blanco, sabias y serenas, cuya belleza se ha ido construyendo con las arrugas de la inteligencia y el sabor de la experiencia. Una belleza que irradia desde su misma energía y no desde el valor que le conceden las miradas ajenas. La sabiduría de ese cabello blanco debe mucho a su permanente ejercicio de autonomía, la cual debió ser compleja de conquistar en aquellos años en los que el DNI condenaba a las españolas al ejercicio de sus labores. Josefina Molina fue pionera no solo en un mundo, el del cine, que todavía sigue estando dominado por los hombres, sino que lo fue, de manera mucho más amplia, en un marco social y cultural en el que ellas estaban condenadas a ser las señoras de. Hay, pues, entre la voz rotunda y luminosa de Leticia Dolera, que es una de esas mujeres que hoy valientes están empeñadas en contar las historias que habitualmente no se han contado, y la de Josefina Molina, a pesar de los años que las separan y de los distintos momentos que les ha tocado vivir. Porque sin mujeres como Josefina es evidente que Leticia hoy no podría haber hecho una serie como la que hace unos meses arrasó en Cannes.

Forjada en la brega feminista, y con el absoluto convencimiento de que no estamos ante una guerra contra los hombres sino ante el compromiso revolucionario con otro mundo posible, la mujer que me hizo descubrir la complejidad de Teresa de Jesús, o la que supo buscarle punta emancipadora a La Lola se va a los puertos, siempre ha hablado de los problemas de las mujeres. Puso el foco donde habitualmente no se ponía y fue consciente desde pronto de que había que sumar fuerzas contra el enemigo patriarcal. Ahí está la permanente vindicación de CIMA, de la que fue fundadora, y que tan necesaria sigue siendo en un siglo XXI en el que, pese los avances, la igualdad real en las artes y en los imaginarios continúa siendo más un horizonte que una conquista.

En un país tan desmemoriado como el nuestro, y en el que somos tan dados a pensar que casi todo surge por combustión espontánea, sin tener presente la genealogía que lo ha hecho posible, hay que celebrar por tanto el premio a Josefina Molina, siempre que ello suponga incorporarla a nuestra memoria viva, hacerla presente en nuestros altares laicos, usarla hasta el cansancio como ejemplo y referente. Porque me temo que, con demasiada frecuencia, olvidamos las raíces de los procesos emancipadores que todavía hoy tienen tareas pendientes. Algo que se vuelve singularmente doloroso en una ciudad como Córdoba, en la que tan selectivos somos con la memoria y tan poco dados a reconocer a quienes han tenido un alma transformadora y creativa. El verdadero premio para Josefina Molina será pues que, más allá de la sala que lleva su nombre en la Filmoteca de Andalucía, se convierta en huella y en ventana, en espejo y en combustible. Porque solo así será posible que sigan triunfando mujeres como Leticia Dolera y porque solo así, algún día, en la Córdoba de los discretos, será posible que una chica mire desde su cámara una realidad en la que no solo quepan alcaldes, obispos o rectores.

* Catedrático de Derecho Constitucional y miembro de la Red Feminista de Derecho Constitucional. Universidad de Córdoba