¿Qué comentarista político osará enviar este fin de semana a la sección de opinión un artículo en el que no parezca la palabra brexit y alguna digresión sobre el suceso? Ninguno. La salida del Reino Unido de la Unión Europea (UE) contiene todos los ingredientes necesarios del gran acontecimiento imposible de soslayar o minimizar siquiera. Para los recios británicos, que lo apoyaron en manifestaciones, vocerío y referéndum, el 31 de enero es un día de fiesta máxima, algo así como una fecha de gloria para enmarcar en el memorial de oro del Imperio.

Pero es un día de luto también, un funeral de Estado (muere el sueño de un Reino Unido integrado en Europa) para los que votaron en contra con miles de razones como argumento y unos cuantos sueños como motor.

Para el resto de europeos es un desgarro enorme; algo así como el ejemplo más acabado de la frustración del ideal europeo: los ingleses se van después de 50 años de incomodidad dentro de las instituciones europeas.

Claro que el acontecimiento mayor, la primera amputación desde su nacimiento, no es, por desgracia, el único gran desgarro que duele y desconcierta; la vida pública en general camina en los últimos años sobre los cascotes hulla que desprende el muy conflictivo mundo político del presente ahogado por cambios vertiginosos, o disrupciones. Todo parece estar en almoneda y susceptible de ser abrazado o acribillado con total virulencia. Es como si una fuerza desconocida hubiera alertado al mundo de un ataque generalizado sobre todos y cada uno de los países de la tierra y estos hubieran dispuesto sus alarmas en posición de máxima alerta.

En el día a día político y mediático todo se discute con las espadas desenvainadas; cualquier noticia menor -minucias en su mayoría- es susceptible de ser convertida en escándalo político y mediático (van en el mismo pack) lleno de amenazas. Lo relevante en este tiempo no es la transcendencia real o valor del asunto a debate, sino impedir el paso del adversario o enemigo: talar arboles y arrojarlos en el camino para impedir la carrera de «la diligencia real».

Las pasiones se han adueñado de los discursos públicos aplastando el sentido común y la lógica. Así que gobierno, empresas y ciudadanos con ideas y afanes de construir son torpedeados y retenidos con palabras de la peor ralea y, de ser posible, la imposición con la manifestación en las calles o el mazo de otros poderes también aturdidos y ofuscados.

Es lo que sucede los últimos meses en España; se busca todo aquello que entorpezca el arranque del nuevo Gobierno después de un largo año en funciones. No importan las consecuencias concretas que ello pueda tener, sino la satisfacción de la enorme furia del político y sus cohortes.

Por fin el Reino Unido saldrá de la UE, y parece lógico que estuviéramos preguntando cómo les puede ir a los españoles que hoy viven y trabajan en aquel país, o las condiciones que irán los que viajen en el futuro; el impacto de nuestras fuertes exportaciones agrícolas, sobre todo, y la repercusión sobre el turismo millonario que nos visita cada año.

Pero de todo ello no se habla, o se queda en la letra pequeña.

* Periodista