El cartel publicitario de Patria , la serie de HBO basada en la novela de Fernando Aramburu, no ha sido solamente una estrategia. Como tal funciona, aunque luego hayan optado por cambiarlo. Aramburu ha intervenido diciendo que no refleja plenamente la naturaleza de una historia -el relato común, novela y serie- y que es un desacierto. O sea: Aramburu se ha mojado, como esa mujer que sostiene a una víctima, derribada en el suelo, bajo la lluvia. El terror de ETA ha sido una lluvia persistente, una humedad del alma y del espíritu. El problema del cartel, que ha cumplido su objetivo reclamando atención y generando polémica -breve y efectiva-, es la equidistancia entre víctimas y verdugos. Así, en la parte izquierda, se ve a una mujer abrazando un cuerpo, seguramente asesinado, tendido bajo la lluvia; y mientras, en el lado derecho del cartel, aparece el cuerpo desnudo de un presunto terrorista tumbado en el piso de una comisaría, probablemente el sótano donde ha sido torturado. Ambas imágenes conviven dentro del cartel. Como fórmula comercial -más allá de las opiniones de cada uno-, tienen derecho a hacer ese cartel y el que les dé la gana, porque eso y nada más es la libertad de expresión. Pero luego entramos en la piel del matiz, en la singularidad del sacrificio de una sociedad que tuvo que asistir, en los años dorados de su democracia, a la carnicería etarra. Esta equiparación entre víctimas y verdugos, por más que las torturas sean reprobables, es una indignidad, porque no es lo que se vivió. Hay libertad para exhibirla -y para retirarla-, pero derecho y vergüenza no siempre van unidos. El cartel responde a un plan de impacto publicitario, pero también a la tendencia de vendernos que aquello fue un conflicto entre dos partes, o la equiparación entre barbaries. El cartel evidencia toda esa falsedad. No hubo dos bandos, ni un pueblo oprimido. O sí; pero por ETA. Recordad a Miguel Ángel Blanco, aquellas manos blancas y su dolor de piedra.