Es muy difícil, por no decir imposible, encontrar unos Juegos Olímpicos que hayan marcado tanto el deporte mundial como lo hicieron los de México-68, que ayer cumplieron los 50 años de su ceremonia inaugural. Aquel mismo día, con la ascensión de la atleta Enriqueta Basilio al pebetero como portadora del último relevo de la llama olímpica, ya se rompió una tradición, puesto que nunca hasta entonces se había destinado esa función a una mujer.

Los Juegos de México rompieron muchos de los esquemas vigentes hasta aquel momento y supusieron una auténtica revolución, acorde con los tiempos agitados que se vivían. No estaba lejos en el tiempo el mayo francés, la Primavera de Praga con la subsiguiente invasión soviética de Checoslovaquia, los asesinatos de Martin Luther King y Robert Kennedy, ni los efectos de la Guerra del Vietnam.

Pasaron cosas casi sobrenaturales en la altitud de México, esos 2.240 metros sobre el nivel del mar que propiciaron marcas estratosféricas.

Los Juegos de México-68 fueron los del estratosférico salto de 8,90 en longitud de Bob Beamon, que superó el récord del mundo... por 55 centímetos. Fueron los Juegos de su compatriota Dick Fosbury, que provocó la sorpresa al saltar de espaldas en altura, instituyendo el llamado ‘fosbury flop’ que enterró el rodillo ventral y los del estreno del cronometraje electrónico.

También fueron los de México los Juegos del primer oro africano, el de Kipchoge Keino.

Una de las imágenes icónicas fue ese podio de 200 metros con Tommie Smith y John Carlos con una mano enguantada en negro en señal del Blak Power que reivindicaba una igualdad racial.

En México, España por última vez no ganó ninguna medalla.