En esta vida, mantenerse fiel a los principios que uno tiene suele costar caro. Suelen arruinarte la vida si te empeñas en ello. Es más, te invitan constantemente a seguir aquella máxima de Groucho Marx: «Estos son mis principios, si no le gustan tengo otros». Y ahí tienen el ejemplo de Jesucristo y cómo acabó por no dar su brazo a torcer. Pues algo de eso hay, por no decir mucho, en la última película de Terrence Malick, Vida oculta, sobre alguien que se mantuvo erguido como un junco mientras el entorno y el mundo le intentaban aplastar y derribar: un campesino austriaco, feliz en la naturaleza junto a su mujer y sus hijas, disfrutando de lo más sencillo como es trabajar la tierra y convivir con los seres queridos, es llamado a filas cuando su país se anexiona con la Alemania nazi en plena Segunda Guerra Mundial; la tenaz decisión de no jurar fidelidad a Hitler servirá para que su familia sea humillada por el entorno en que vive, ya que todos los hombres de la aldea respaldan el nazismo, y acabará convirtiéndole en un mártir. Aún es más trágico el asunto si sabemos que Malick se basa en un caso real a la hora de escribir este guión.

El director de Días del cielo (1978), que permaneció tanto tiempo en silencio, recordado por La delgada línea roja (1998), arrancó un período en su filmografía después de Un nuevo mundo (2005) y a partir de El árbol de la vida (2011), de lo más fructífero, rodando uno o dos títulos cada año. La poesía y el pensamiento que suele inculcar a cada una de sus producciones elevan la calidad artística, llegando al culmen con esta impresionante película, donde tan importante es lo que filma como el aspecto formal que le otorga. Impresionante fotografía, donde abunda el gran angular y la cámara en movimiento tras los personajes, así como un magistral uso de la música.