"Solo recuerdo la emoción de las cosas", dice Fernando García de Cortázar citando a Antonio Machado, y si uno se sumerge en las bellísimas páginas de su último libro no tiene otra opción que estar de acuerdo. Razón y sentimiento de España, esa es la clave de Y cuando digo España, editado por Arzalia. García de Cortázar, historiador y escritor, galardonado con el Premio Nacional de Historia de España, ha escrito casi tantos libros como años tiene -lo confiesa con una sonrisa- y en este último, el que hace el número 72, ha levantado un apasionante relato de España abordando los episodios y los personajes que han marcado nuestra historia, las aportaciones artísticas y culturales, las ciudades más universales y los paisajes más hermosos, los mitos, los iconos, la visión que el cine nos da del pasado y del presente, y una biblioteca personal que contiene la parte más viva de nuestra tradición. Ese camino, reflexiona, por el que los españoles hemos llegado a ser lo que somos.

En esta entrevista, dedica a Córdoba algunas reflexiones, pues no en vano en su libro cita a la Mezquita como "un icono de España".

-¿Qué papel juega Córdoba en la identidad española?

-Lo he dicho muchas veces. Aluvión, préstamo, mosaico, mestizaje... son palabras de la lengua tallada por Nebrija que sirven para describir la historia de España. Y un recuerdo permanente de ello son nuestras ciudades, muchas de ellas milenarias, capaces de renacer de sus cenizas para ofrecer su imagen romana, visigoda, musulmana, renacentista, barroca… Córdoba, la ciudad del filósofo Séneca y de los poetas Ibn Hazm y Luis de Góngora, es uno de los ejemplos más cautivadores. Sí. Romana, mora, cristiana… Córdoba es todas las ciudades que ha sido desde que la fundaron, un pergamino rasgado y pulido durante siglos, la ciudad lejana y sola de Lorca, celeste y melancólica, la ciudad callada del Guadalquivir y a la vez la ciudad alegre y festiva de esos patios populares que rebosan de flores.

-En Y cuando digo España

-La Mezquita es un icono de España, una cita obligada, el testimonio más precioso del esplendor de la Córdoba Omeya. Cualquier viaje a España que se precie de tal debe pasar por ella.

-En su libro usted escribe páginas muy hermosas de Córdoba. Hablo del capítulo que dedica a las ciudades españolas que son Patrimonio de la Humanidad. ¿Algún recuerdo especial?

-Yo he tenido la suerte de empaparme de Córdoba desde muy pronto y mis recuerdos duermen en la Huerta de los Arcos, situada en la falda de la sierra con su palacete estilo mudéjar. Oasis de delicia, la quinta domina la vieja ciudad milenaria y ofrece a la mirada una panorámica de Córdoba y de la Serranía que no he olvidado desde la primera vez que me alojé en ella, invitado por su antigua propietaria, la bilbaína Regina Soltura, retratada por Romero Torres.

-Dice en el prólogo de su obra que este es un libro dedicado a recordar nuestra historia común, la herencia cultural de todos los españoles.

--Sí, es un tema inmensamente rico, y trato de ser ecuánime en su exposición. Pero también soy apasionado, porque España me concierne como historiador y como ciudadano. Desde el principio lo dejo bien claro con palabras de Jorge Guillén. Voy a hablar de mi patria, «tan anterior a mí, y que yo quiero, quiero / viva después de mí». Vivimos tiempos difíciles. Nunca antes, ni siquiera tras el Desastre del 98, se había negado España. Ahora sí. Por eso digo que este es un libro de combate. Porque en él he querido recuperar para nuestra historia el sentimiento que toda nación suscita. Posiblemente, de todos los que he escrito, sea, culturalmente hablando, el más patriótico.

-¿Por qué esta forma tan original de clasificar los capítulos: los mitos, la deuda del mundo con España, los iconos, los hitos...?

-Si nos preguntáramos en qué consiste ser español, más allá de un lugar de nacimiento o el derecho a tener un DNI, cabría decir que es compartir un legado común, hecho de historia, mitos, libros, música, arte, paisajes… En definitiva, un conjunto de elementos no siempre definidos con precisión y aparentemente inabarcables. En Y cuando digo España he querido reunir toda esa información, darle forma y, sobre todo, insuflarle alma y mucho corazón. Nunca he concebido la historia como un terreno frío y lejano sino como algo vivo y palpitante. Y en este libro lo aplico tal vez como nunca antes.

Según diversos estudios, los españoles estamos entre los pueblos que se ven a sí mismos peor de cómo los ven los demás y también entre los que menos se enorgullecen de su propia cultura…

--Sí, es verdad. Y resulta muy triste. Hace ya cuatro siglos Quevedo escribía uno de los sonetos más memorables de la literatura universal en el que describía con tintes terriblemente pesimistas la decadencia de España: «Miré los muros de la patria mía…». El poema termina con dos versos demoledores: «… y no hallé cosa en que poner los ojos / que no fuese recuerdo de la muerte». Así y todo, sabemos que España, cuando Quevedo escribía este poema, era aún un país hegemónico que estaba a la cabecera del mundo. Ese es nuestro drama, que muchos siguen leyendo nuestra historia desde la óptica de la decadencia.

-¿La sombra de la España negra, que usted aborda en el capítulo dedicado a ‘Nuestros mitos’, es alargada?

--Cierto, así es. La Inquisición, la intolerancia… Ese mito, por ejemplo, de que España es la tierra de Caín. O esa identificación de España con el franquismo, tan dramática, tan presente en la izquierda de nuestros días. Hay que recordar que Azaña, por ejemplo, terminaba sus discursos con vivas a España que hacían temblar de emoción a su audiencia. En España aparta de mí este cáliz, el poeta peruano César Vallejo lanzaba una advertencia desgarrada a los hombres y mujeres del futuro, un mensaje que hoy parecen haber olvidado los que quizás nunca lo leyeron: «Si la madre / España cae -digo, es un decir- / salid, niños del mundo; id a buscarla!». En este libro habló de esa España que hay que salir a buscar antes de que los gobiernos de turno nos la borren, una España inspirada en la tradición generosa de Cervantes y Galdós, viva, muy viva, a pesar de los políticos y los profesionales de la gresca.

-¿Hay muchas cosas de las que deberíamos enorgullecernos?

--No se trata de sacar pecho ni de vivir de glorias pasadas, pero sí de habitar con el corazón nuestra herencia. Europa, el mundo, serían peores, más incompletos o injustos, sin las grandes aportaciones hispanas, sin los traductores de Toledo, el pensar recio de la Escuela de Salamanca, el empuje explorador de los siglos XV y XVI, Cervantes y Gracián… Esa es la España en la que debemos mirarnos, la que va de iconos como el Pórtico de la Gloria -la puerta más hermosa del mundo, la joya mayor de la escultura románica-, y textos como las Cartas Morales de Séneca -que parecen pensadas y redactadas para nuestros días- al espíritu de sacrificio de Rafa Nadal, ejemplo de una serie de valores que resumen lo mejor de la España de este siglo XXI. Si yo me identifico con Galdós no lo hago levantando el brazo ni abombando el pecho; lo hago sintiéndome orgulloso de pertenecer a un horizonte cultural concreto.

-Afirma que la patria no se reduce a una bandera o a un himno. ¿Qué es la patria para usted?

--Mi patria es la infancia, por supuesto, y la tierra donde vi la luz, donde vivieron mis antepasados y se forjaron mis primeros sueños. Pero también es un puente romano, las piezas para piano de Albéniz, un cuadro de Goya, Ramón y Cajal o una película que habla directamente a la conciencia, como 1980, de Iñaki Arteta, crónica desgarradora y honesta sobre el año más sanguinario de ETA. Y claro, mi patria son las obras literarias de quienes inyectaron torrentes de genio y de fantasía a una lengua que hablan seiscientos millones de personas en el mundo, roca de cultura, que diría Carlos Fuentes, permanente, continua, en medio de las borrascas que se han llevado a la deriva dinastías, gobiernos y utopías.

-Hablemos de nuestra actualidad política. La crónica parlamentaria me obliga a preguntarle por la ley de memoria democrática. ¿Qué opina al respecto?

-En unos momentos dramáticos de miedo al recrudecimiento de la pandemia y a la pérdida del sustento por la terrible crisis económica, el gobierno trata de colarnos una ley aberrante que acentúa la aviesa intención de la ley de memoria histórica, el gol tramposo que la izquierda metió a la derecha y que está en el origen del guerracivilismo actual y del odio que destila la política de nuestros días. ¡Qué triste que a las nuevas generaciones se les prive de nuestra mejor Historia moral y cultural para ocuparlas dolosamente en la búsqueda de inocentes y culpables de unas décadas sombrías! Y mientras tanto el Gobierno no parece preocupado en resolver los más de trescientos asesinatos de ETA aún sin aclarar ni de mitigar el dolor de sus víctimas, que ven cómo se sientan en las Cortes y en las instituciones públicas quienes engordaron con el terror de la banda asesina y no han condenado sus crímenes.

Si se aprueba la nueva ley tendremos en acción al vigilante Gran Hermano de Orwell, que impondrá multas cuantiosas, y a los policías del pensamiento integrados en el Ministerio de la Verdad con legiones de asesores dedicados a reescribir la historia para que se acople perfectamente al discurso oficial. Confío en que los historiadores no acepten el nuevo oficio de lacayos que les impone la ley y la impugnen con todas sus fuerzas.