Se dice que el primer libro fue el Sutra del diamante de China, 868 dC. La xilografía imprimía en tablas o bloques de madera. Con posterioridad la impresión, ya tipográfica, también fue un invento chino, hacia el año 1000 dC. Las técnicas de impresión elaboradas por Gutenberg hacia 1440 dieron origen a la producción masiva de libros, la imprenta creó el primer libro impreso, el Misal de Constanza, en 1449.

Con anterioridad, y mediante la escritura cuneiforme, los libros mesopotámicos estaban elaborados con tablillas de arcilla húmeda. Nada tienen que ver con el Sutra del diamante, y mucho menos con la impresión en papel de Gutenberg. Pero estos primeros vestigios datan de miles de años antes de Cristo.

A lo largo de la historia el libro ha sido un compañero de los seres humanos, incluso se ha venerado como objeto de culto. Su tacto, su olor, nos acompañan por nuestros infinitos viajes. Además, son una fuente de conocimiento inagotable.

En el siglo XXI la industria del libro nos llevó hacia la impresión digital. La mayor ventaja, la eliminación de almacenaje. Se pueden imprimir cantidades mínimas, se trata de una impresión bajo demanda que ofrece múltiples posibilidades. Pero en sí, un libro es otra cosa. La impresión digital, a pesar de los múltiples adelantos y de la mejora del resultado final, no deja de ser un puñado de fotocopias encuadernadas. El nuevo Gutenberg se llama Dragona y está en una librería de Sevilla, y es capaz de imprimir un libro en minutos. Pero el nuevo Gutenberg nunca será Gutenberg, a pesar de su empeño.

Las grandes multinacionales siguen obstinadas en hacernos creer que lo malo es bueno, aunque seguirá siendo malo, y desde luego lo malo nunca será hermoso. Defendemos el libro como objeto y como literatura, y no como un puñado de fotocopias.