El reciente alejamiento físico definitivo de Pablo García Baena, que no su desaparición, nos ha dejado a todos desolados. Si bien es cierto que su obra late ahora aún más fuerte entre todos nosotros, la ley de la vida nos ha privado de seguir disfrutando del privilegio de su persona, tan grande como su propia creación literaria. En este trance es oportuno rendir tributo a quien en uso de la palabra supo dejar huella indeleble de su pensamiento, de sus emociones, y generar nuevas vidas en una perdurable ficción grabada sobre papel, de provechosa consideración para futuras generaciones. En Cántico, la palabra y la imagen quedaron imbricadas para ofrecer a sus lectores una única realidad estética, un común lenguaje artístico: el de la poesía junto al de las artes plásticas. Texto e ilustración se aúnan de tal manera que forma y significado quedan mutuamente realzados, al mostrarse figurativamente la interpretación plástica de lo que se dice con una misma desnuda identidad. Y es que casi la totalidad de los escritores integrantes del grupo fueron también magníficos ilustradores. Es cierto que Ginés Liébana y Miguel del Moral fueron los auténticos ilustradores de Cántico a lo largo de los diecinueve números de vigencia que tuvo la revista, pero no es menos cierto que también los poetas, sin excepción, participaron de ese doble lenguaje artístico que caracterizaba al colectivo: Pablo García Baena había conocido a Ginés siendo ambos alumnos de la Escuela de Artes y Oficios; Ricardo Molina era también un apasionado dibujante, y un esteta que, providencialmente, supo recrear para el futuro una noble imagen de la Córdoba atemporal. De igual modo, Mario López fue un magnífico ilustrador, siendo valorado Julio Aumente como «el más pintor de los poetas de Cántico». Por ello, a las ilustraciones, a lo gráfico, dentro del contexto de aquellos álbumes, se le confirió tanta relevancia como a los propios textos, cuidándose en el diseño de cada número hasta el más pequeño de los detalles para la consecución de este primordial objetivo.

A la aludida formación artística común, sin excepción, de todos los integrantes de Cántico, hemos de sumar las múltiples incursiones individuales que cada uno de ellos secuenciaron en el ámbito de las artes plásticas. El propio Pablo García Baena ilustraba sus «Cuadernos de poesía» con collages y dibujos, conformando auténticos libros de artista en los que texto e imagen coadyuvaban idealmente sus comunes potencialidades. Y magníficos eran igualmente los numerosos arambeles que llegó a componer, algunos de ellos en colaboración con Miguel de Moral. Así, fueron conformando un común imaginario en el que todo debía quedar contemplado, y sentido, con el paganismo inocente de quien descubre la forma y la raíz mágica de su significado.

Y en ese itinerario fueron apareciendo sus distintos retratos entrecruzados en uso de la palabra, el dibujo y las artes figurativas de la pintura y la escultura: retratos y dibujos de su etapa juvenil y adolescente, en la que, sin duda, Ginés Liébana tuvo importante protagonismo, encontrando oportuna respuesta por parte del escritor en numerosas ocasiones, como en el caso del intenso poema titulado «Ginés Liébana. Ibiza, 35», en el que recrea sus comunes impresiones de adolescencia, y la insondable tristeza que devino tras la marcha del amigo. Posteriormente Ginés efigió a Pablo en 1972, dedicándole una «Recreación romántica» como esfinge inmutable, realizada a plumilla y aguada, con una referencia a las frondas del paisaje de Sandua; y un magnífico retrato al óleo sobre tabla, de 1984, en el que el rostro del poeta, ya maduro pero intacta su introspectiva mirada, se diluye con el fondo de la composición en una envolvente atmósfera que incluso llega a saturar sus propias formas y rasgos.

También Miguel del Moral, ¡cómo no!, efigió en repetidas ocasiones al escritor, destacando entre ellas su magnífico retrato al óleo, de 1944, de sesgada mirada y resuelta determinación; y su consideración de 1950, realizada con carbón graso, hábilmente modelada en estimación de un sutil sfumato, con importante protagonismo para la mano diestra del poeta, que dispone bajo su rostro en elegante ademán. Julio Aumente, en 1960, también le dedicó una interesante composición en la que lo representó sentado y apoyado en un velador, en la terraza de un bulevar, con los brazos entrecruzados ante la sola presencia de una botella de sifón y un desnudo vaso.

Ángel López-Obrero le brindó uno de sus personales retratos a plumilla, de trazo entrecruzado y audaz factura; así como Antonio Povedano, retrato esencial, sintético y exacto, tal y como solía realizarlos el maestro de Alcaudete. Y también Antonio Bujalance, dentro de esa larga serie memorable de escritores que realizara para Cuadernos del Sur, de indeleble memoria, en este caso de hechura más expresiva y desenvuelta. Por último, hemos de referirnos al magnífico dibujo sobre base de creta que le dedicó Emilio Serrano en 2008, dentro de una serie destinada a efigiar a los más distinguidos escritores andaluces contemporáneos, trabajo minucioso, cabal y preciso, en el que mostraba al poeta sentado e introspectivo, con el Paseo de la Ribera y la Mezquita al fondo.

Entre las realizaciones escultóricas hemos de citar la que le dedicase en 1948 el orfebre, pintor y escultor Manuel Aumente, aún joven el poeta, en una misma línea de continuidad respecto a aquel fecundo vórtice de imaginería pagana de raíz modernista que caracterizó al grupo, en la que vitaliza su semblante con toques de factura pseudoimpresionista para recrear su mirada más ensoñadora. Y en 2010, Manuel Vela ofreció para los tiempos futuros un rotundo y fidedigno retrato de aquel «antiguo muchacho» de la Córdoba de posguerra, intemporal ahora cual imagen patricia, otorgada al legado iconográfico del poeta mediante este busto estatuario. La escultura... como la poesía, un rostro convertido ahora en volumen, en forma tridimensional, como fue la escritura vitalísima y apasionada que dio fundamento a su creación literaria.