‘Gadea’. Autor: Domingo Nicolás. Premio Rafael Morales de Poesía. Prólogo de Carlos Clementson. Edita: Instituto de Estudios Almerienses.

Diputación Provincial de Almería. Almería, 2018.

Gadea es un abrazo envolvente, la ola que lame la arena de la playa y la marea misma, el flujo y reflujo de las olas y la misma cresta de las olas. Es la espuma del mar que se disipa una vez esparcida y derramada sobre la fina arena acariciante de la orilla. Gadea es el esfuerzo de la mujer en el parto y son los gritos del parto, y es también el fruto que asoma abriéndose paso por el estrecho sendero que da a la vida. Es un romper aguas y un dar a luz extenuante. Y no parece sino rendición y entrega tras haberse empleado a fondo en el esfuerzo agotador que es dar vida. Gadea es un acto de reconciliación con la vida y con el mundo y, por consiguiente, un profundísimo acto de humildad, de plena conciencia de la nada que somos, de plenitud y exaltación sensorial; pero, igualmente, de profunda introspección, de río navegable y las aguas que siguen su curso, lentamente, hacia el mar. Gadea es compasión, misericordia y perdón que se prodigan proverbialmente hacia el orbe de todo lo creado, hacia los demás y hacia uno mismo; en especial hacia uno mismo, desde la inequívoca conciencia del dolor que supone la vida y que demanda fieramente el vivir. Y es también humildad franciscana, conciencia del vivir desvalido y desamparado, de nuestra propia fragilidad y de la ajena. Un ejercicio de introspección para horadar en la galería que conduce al interior de la mina, allí donde se ubica el secreto mejor guardado, el secreto escondido, el mayor y el más íntimo de los secretos; ese con el que la divinidad nos hizo a su imagen y semejanza: el de la sabiduría no aprendida, sino aquella a la que se accede por una secreta escala disfrazada, como en la «Noche oscura» de san Juan de la Cruz.

Domingo Nicolás ha accedido a esa otra dimensión del espíritu porque ha encontrado la disponibilidad y el ofrecimiento desinteresados para hacerlo, porque ha llegado allí despojado y desprovisto de todo lo superficial y accesorio en que tantas veces nos perdemos y tras lo que corremos afanosa, equivocada y aturdidamente los seres humanos, tan perdidos, tan necios, tan desprovistos de lo esencial verdadero para mirar con ojos panorámicos la vida, el mundo en que vivimos.

Por Gadea se pasea la música de las esferas y es también la música, los acordes que nos hacen caer en la cuenta de dónde estamos y a qué hemos de aspirar o aspiramos. Es la sinfonía del nuevo mundo, que en el caso del hombre no puede ser otra que la espiritualidad, que la reflexión, que la interiorización y la bajada a los infiernos.

Porque Gadea es el escrutador, el que indaga, el curioso impertinente, quien se interna en la bifurcación, en la fragmentación, en el jardín de los espejos, donde sobrepasados el despiste y el desinterés por todo lo accesorio, la conciencia se enfrenta directamente al sentido de su ser y estar en el mundo; así como a la caducidad de todo lo material.

Gadea es la conciencia del dolor y del camino que nos lleva a la cruz. Es un abrazarse al madero de la cruz y un entregarse a él, un estar disponible y dispuesto a afrontar el peso de la cruz, a cargar con ella a través de una Vía Dolorosa interminable prolongada hasta la personal extenuación.

Pero es también un ejercicio de amor sublime, porque es una entrega, una donación pacífica y generosa, amable y dolorida, una sorprendente paradoja que nos deja en la perplejidad con la certeza de que hemos rozado fragmentos de infinito.

Por eso es también un susurro, una voz comedida, un atropello inteligible en el balbucir: un sonoro discernimiento del alma apoyado en una realidad simbólica que habla la lengua de los ángeles.