Cuando acababan los partidos, solía buscar en la zona alta del anfiteatro de El Arcángel la presencia de Juanín, que se sentaba por allí junto a su inseparable José Luis Navarro del Valle para tener una vista panorámica del terreno de juego. Y eso que no necesitaba una posición de vértigo para dominar palmo a palmo el campo. Como jugador imponía jerarquía sobre lo que Di Stéfano denominó como “la fábrica” con la precisión de un escáner sofisticado. No había espacio que se le resistiera. Ya alejado de la actividad profesional que le elevó a los altares iconográficos en la década de los sesenta, oteaba, ahora sí, los partidos a metros de distancia. A pesar de que el fútbol actual, en el que el negocio impone una dictadura sobre el perfil del atleta, no formaba parte de su credo. “Rafael, me gusta, ha sido mi vida, pero disfruto más viendo la ilusión con la que los niños le pegan a la pelota, o cuando observo en un campo de tierra a un joven que quiere comerse el mundo”, me dijo en más de una ocasión mientras nos desplazábamos con lentitud por El Arenal camino de su pequeño Renault. Siempre positivo (“¿Te das cuenta, este es el año del ascenso, veo la misma corriente de euforia que nos llevó a Primera en Huelva?“), nunca negativo (“Cada equipo es distinto, este año no están los goles de Borja, ni Hervás..., es injusto comparar, vamos a darle tiempo a los chicos”).

Porque Juanín nació para el fútbol épico de los sesenta y no sería posible identificarlo en el hábitat actual, en el que para ser estrella solo se exige ser un perfeccionista del posado aun sin ser un artista del control del juego. “Malo cuando los representantes y las firmas comerciales se pegan empujones hasta para regalarte las botas cuando eres todavía un juvenil; el futbolista está malcriado”, lamentaba. Por eso, con esta filosofía deportiva, Juan García Díaz, t o d o bonhomía, encontró en la docencia, en la Escuela Juanín y Diego que fundó en 1985 junto al también exblanquiverde Diego Morales en los bajos que alojaban la antigua SEAT en Ciudad Jardín, la posibilidad de desarrollar ese semillero de futuribles por el que apostó para reengancharse de un modo permanente a su incombustible relación con el balón.

“El sordo”, como le conocían con cariño en el vestuario por su elevado tono de voz al hablar, era futbolista por las leyes genéticas de Gregor Medel. Su padre, también llamado Juan García Díaz, era futbolista amateur y panadero en la Nerva que vio nacer a Juanín el 22 de mayo de 1940. Y del matrimonio de éste con Felisa Díaz Pintor se formó una familia de cinco hijos de los que tres le dieron a la pelota con destreza como para hacer del fútbol carrera. Su hermano Manolo vistió la camiseta del Recreativo de Huelva y Ramón, el más trotamundos, defendió los colores del Recre, Sevilla, Cádiz y ascendió con el Betis a Primera en la temporada 1957/58.

Con 15 años, cuando Juanín dejó el hogar familiar en Nerva para entrar en los juveniles del Betis, en Sevilla compartió piso con Ramón y su mujer. Aunque el club bético le pagaba 2.000 pesetas al mes, una cifra importante para la época que posiciona el valor de mercado del onubense, a Juanín vivir en familia le aportaba calor. Juan era un tipo familiar, muy apegado a los suyos. Su familia eran sus únicos ídolos. Su esposa, Pilar Luna Voces, la única mujer que ha ocupado su corazón. Su única novia, un amor para toda la vida, como escribió Alfonso S. Palomares, para quererla “hasta después de siempre”. Se conocieron en el Bar Imperio, la competencia al negocio que regentaba el padre de Pilar, el Bar Alfonso, y desde ese día cuenta que se propuso llevarla al altar sí o sí; y ocurrió en San Nicolás. Fruto del matrimonio nacieron dos hijos, Pilar y Juan Alfonso. Dos confesadas pasiones. Juan Alfonso, muy futbolero, no siguió los derroteros de su progenitor, ni los de su abuelo, ni los de sus tíos, pero no por ello es una oveja negra en la familia. Por Fleming, donde Juanín residió tras tener casa en el número 22 de Gutiérrez de los Ríos y en la Carretera de Granada, no se podía encontrar al pequeño Juan Alfonso si no era con un balón de reglamento bajo el brazo, ya en grupo o desconchando una pared a pelotazos.

En junio de 1960 empezó su íntima relación con Córdoba, una ciudad que no tardó en rendirse al carisma de en quien descubrió pronto a un crack como futbolista, un sociable vecino, el mejor cartel para alistar adeptos a una causa que cuando él llegó aún no

contaba más de seis años de vida y a un ser carismático como no ha habido otro en la nómina del club. Un tipo de ADN cordobesista, como diría Paco Jémez, capaz de acudir a encalar gratis las paredes del estadio si lo reclamasen. Su simbiosis con el barrio del Alcázar Viejo, de donde fue devoto parroquiano de la Peña Pepe Murcia, y su habilidad para manejar la paleta ante algo tan genuino como es el perol son significativas de su simbiosis con una ciudad que le confundió como un cordobés de cepa, más que un onubense en Córdoba, un cordobés que nació en Nerva.

Juanín vivió las glorias de un equipo consolidado en Primera, pero también pasó por la amargura de la muerte prematura de su colega Ricardo Costa y aquí enterró a quien más quiso en vida, su esposa, Pilar, cuya muerte hace once años dejó en el mito durante

mucho tiempo un indisimulable rictus de melancolía, que no de soledad. Le arropaban sus hijos, sus nietos, los compañeros y amigos que contaba por miles y centenares de niños de la Escuela que en sus casas querían colgar el póster de Juanín junto al de Messi y al de Cristiano.

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