Daba la sensación de que no iba a aparecer, pero lo hizo. Se coló entre los acordes del violín, fina, casi imperceptible, como si no quisiera molestar, pero tampoco faltar. La lluvia también quiso estar con Juanín. Cada gota era un desgarre de emoción. Las seis letras de su nombre caían lentamente del cielo y se mezclaban con las flores que sostenía su hija, empañada en lágrimas, apoyada en el hombro de su hermano, la viva imagen del padre; él con la mirada perdida, conteniendo lo incontenible. La más pequeña con la camiseta en la mano, el número ocho, ese que ya nadie más lucirá porque lo llevó el más grande. Ahí estaban, con los recuerdos revoloteando sus corazones; con las imágenes de un mito volando por todo el estadio.

Sus amigos, quienes jugaron a su lado, los que junto a él hicieron historia en el Córdoba, parecían estar a punto de derrumbarse, mientras observaban cómo el ramo caía sobre las dos camisetas que reposaban en el césped. Fede Vico y Alberto García se acercaron y sintieron de cerca las entrañas del cordobesismo. A quienes nunca lo vieron jugar, les quedó el consuelo de su rostro, que se deslizaba en una gran pancarta, siempre con el ocho al lado. Eterno.

En ese mismo minuto las gargantas comenzaron a sonar. Era el himno del recuerdo. Llegaba de muchas partes. No fue algo atronador. Más bien íntimo, como si cada seguidor lo estuviera cantando para sí mismo. No había demasiada gente en El Arcángel, era tarde, muy tarde para estar en aquel lugar y, además, empezaba a hacer algo de frío, pero nada podía deslucir una noche mágica, plagada de sentimientos.

Ni siquiera el sopor.

Porque luego el balón comenzó a rodar y apareció el tedio. Se vieron volar aviones de papel. Tal era el panorama. "Tendrían que animar, que si no nos vamos a quedar dormidos a las nueve de la noche", se escuchaba. "Si hasta Koki está callada". Pero Juanín seguía en la mente de todos. Quizá por eso apenas se escuchó un silbido. Todo lo contrario. El estadio quiso rugir.

Llegó el gol. Los goles. Aunque los aviones seguían cayendo. A Fuentes le pidieron que se quedara y al presidente que saludara. Acabó haciéndolo. Y cuatro hinchas bailando en la grada. Era sábado noche y todos parecían despertar del sueño profundo en el que habían caído.

Para entonces, el techo del banquillo local ya estaba inundado de esos aviones. Ninguno pudo volar al cielo. Pero realmente no hizo falta. Juanín estaba aquí. Y lo vio todo, como cada quince días.