Mónica Naranjo impone. Encajaría bien en el papel de dominátrix de una cinta subversiva alemana. Para el mundo del reality es la versión femenina de Risto Mejide. Juez exigente. La que sacó de quicio a los concursantes de Operación Triunfo y la que le dio a una jovencísima Amaia Romero un consejo que años más tarde ni ella misma creyó que fuera tan certero. «Espérate unos años, vuelve cuando hayas crecido un poco», sentenciaba con cariño, pero firme, a Amaia en la final de su primer concurso.

Como si llevara a la práctica su propio consejo, Mónica Naranjo ha esperado veinte años para darse el lujo de recrearse en la potencia de su voz. Minage, el álbum de los dos mil con el que la cantante de Figueras homenajeó a su inspiración italiana, Mina, regresa en un formato íntimo, con un alma desnuda y las cuerdas vocales bien afinadas como únicos acompañantes del piano de Pepe Herrero. Este formato supone un regalo para los fans más incondicionales, aquellos que ven en el Animal fiero que es Mónica Naranjo un alma sensible, compasiva, como la leona que asesina rápido a la presa, antes de devorarla, para que no sufra al llegar la oscuridad.

Aunque la cantante demuestra la perfección técnica en cada registro que prueba, su próximo disco, Mimétika, previsto para el año que viene, virará hacia el rock electrónico. Nada que ver con las melodías sensuales de Ahora, Ahora y Qué imposible, acentos de esta nueva versión de Minage que vuelven a los escenarios en el momento oportuno, cuando las circunstancias obligan a sentarse y escuchar. Como un roble milenario, imperturbable, Mónica Naranjo sobrevive al temporal. Arde sobre los escenarios sin consumirse, como lo hizo en la noche de este viernes en la plaza de toros de Los Califas, frente a los incondicionales que quisieron quemarse con ella. Porque hay que ser muy especial para emocionarse con la lírica de la artista. Perra enamorada, Siempre fuiste mío y Amando locamente levantaron el espíritu de quienes no se avergüenzan de rendirse a sus pasiones, de haberse consumido alguna vez con ellas. Hubo momentos sobrecogedores. Las primeras filas hacían suyo cada verso de los temas. Algunos no podían separar la vista de su aura inalcanzable. Hasta en los momentos en los que se refería a su público con ademán cariñoso rezumaba autoridad. Una especie de ley autoimpuesta obligaba al auditorio a lanzar alabanzas a la diva.

No se trató de un concierto al uso, sino de una exhibición de elegancia, fuerza vocal y personal y, sobre todo, emoción. Un encuentro con una madre sanadora de almas que han sufrido por liberar su esencia. Parejas acarameladas, público maduro, o más joven, miembros del colectivo LGTBI, a favor del que tanto se pronuncia la artista, curiosos o incondicionales. Todos se quemaron con el fuego que se extendió rápido hasta las últimas filas de los tendidos. Solo cuando llegó el momento de Sobreviviré escocieron las quemaduras. Que el contexto social actual otorgue a este tema un significado todavía mayor es un signo de lo necesario que sigue siendo quemarse junto al fuego de Mónica Naranjo.