José Antonio Llera (Badajoz, 1971) es profesor de Literatura Española en la Universidad Autónoma de Madrid. Ha publicado, entre otros, los siguientes libros de poesía: Preludio a la inmersión (1999), El monólogo de Homero (2007), El síndrome de Diógenes (2009), Transporte de animales vivos (2013) y El hombre al que le zumban los oídos (2021). Por su último libro, Tanatografía, ha recibido el XL Premio Leonor de Poesía 2021.

¿Tiene que ver el título Tanatografía con el significado del mismo?

Escribí el libro el verano pasado, en poco más de tres meses, dejando que fluyera la escritura desde su ritmo interno y sin corregir mucho después. Mis libros de poesía anteriores habían sido de elaboración más lenta, de ahí que entre uno y otro pasaran más de cinco años. Acababa de cumplir los 50 años y no estaba precisamente «en mitad del camino de la vida», sino bastante más allá. Quise hacer una especie de balance vital; se me impuso así, de ese modo, por pura necesidad. Para hacerlo, necesitaba tratar de objetivarme, verme desde fuera, es decir, como difunto. Toda autobiografía es, en realidad, dar voz a un muerto, porque el que fuimos ya no existe y la idea de veracidad es imposible (de eso habla Paul de Man en un conocido estudio). Le pongo entonces ese título al libro por una cuestión de perspectiva y porque todo ejercicio autobiográfico está plagado de ficciones y cegueras. La memoria es selectiva, crea, deforma e inventa.

Leyendo el libro, me ha parecido que su tema principal es la búsqueda de la identidad personal a través de los recuerdos.

Sí, creo que esa lectura puede ser correcta. Al tratar de mirar al pasado, me di cuenta de que es imposible separar al yo de los otros. Esa separación un tanto pedagógica que establece la teoría literaria entre la autobiografía y las memorias, en realidad es muy confusa y no me parece operativa, ya que nos hacemos con los otros, dependemos del otro para ser lo que somos (empezando por el lenguaje, que es algo que heredamos, un otro). No es que lo autobiográfico se reduzca al individuo y las memorias abarquen más lo colectivo; ambas esferas a mí me resultan indisociables. Al echar la vista atrás me vi rodeado de ciertas personas que han conformado mi identidad, de mis padres, de mis abuelos, de algunos de mis amigos… Y esas personas pertenecen también a un momento, a un tiempo, a una experiencia. Lo que el lector encontrará en Tanatografía, sin embargo, no son unas memorias en verso ni mucho menos, sino una mirada retrospectiva en combustión con el presente y con el lenguaje mismo, que en el libro es el foco de todo, el terrario en el que me sitúo para observar e investigar diferentes tipos de imágenes y sensaciones. No concibo la poesía sin ese trabajo, sin esa energía que las vanguardias ponen en escena. Son los significantes -—sus intensidades— los que pueden abrir algún camino y no los «asuntos» de una obra.

También está presente la búsqueda del imaginario infantil, en el medio rural, mediante el sujeto lírico.

Del universo de la infancia rural, que me interesa mucho en literatura, he hablado en mi diario, Cuidados paliativos, pero en mi poesía solo lo había hecho muy parcialmente. En periodos en los que una persona sufre un trauma o una crisis, el recuerdo del edén infantil —si lo hubo— puede convertirse en centro liberador; siempre permanece su emanación cuando el mundo se pone torvo, siempre nos protege su avatar, aunque caminemos desnudos. Quien ha tenido una infancia feliz lleva consigo la estrella de la redención. Pero la infancia es un tiempo en que lo luminoso convive o puede convivir con lo extraño y lo turbio. Recuerdo, por ejemplo, las dos veces en que estuve a punto de morir siendo niño. Tanatografía no es, según lo veo, solo un libro sobre la infancia o la familia. Interviene también el pensamiento sobre los límites y condiciones del decir poético (luego la metapoesía), el universo del cine, o incluso un juego que adoro como el snooker, alegoría de la existencia misma: somos choque, azar y partida incierta.

Hay caos, caos del yo y caos del mundo, pero se busca, de forma no reglamentaria, el orden dentro de ese mismo caos.

Lo que sucede es que la vida es discontinuidad, fragmentación, caos, pluralidad. Las biografías no son la vida: en las biografías se introduce un orden artificial a posteriori; se trata de dar un sentido a lo que muchas veces no lo tiene más allá del puro devenir. Por eso la cita de Pasolini al final del libro: «La muerte realiza un rapidísimo montaje de nuestra vida: o sea, selecciona sus momentos verdaderamente significativos […] y los ordena sucesivamente, haciendo de nuestro presente, infinito, inestable e incierto, y por lo tanto, lingüísticamente no descriptible, un pasado claro, estable, cierto […]. Solo gracias a la muerte nuestra vida sirve para explicarnos». En los doce fragmentos que componen el libro se dan ajustes y desajustes, campos de neblina que desbordan todo intento de coherencia desde el presente. Al lector le llegan una serie de estratos superpuestos, de retales deshilvanados. Todo intento de perseguir una causalidad estricta en la vida está condenado al fracaso, de ahí que en Tanatografía cambie también la enunciación: hay fragmentos en primera persona y otros en segunda persona autorreflexiva que introducen cierto distanciamiento.

La memoria del tiempo infantil y los desafíos de la actualidad se entrecruzan, dando al libro una rica complejidad, que no complicación.

La verdad es que no entiendo la poesía sobre la oposición sencillez/complejidad. Las experiencias que más me interesan son las que tienen algo de incomunicable, como aquellas relativas al cuerpo, al duelo, al deseo, a los sueños o a la pulsión de muerte. El idioma excava ahí y extrae su agua negra. En Tanatografía está no solo aquello que recuerdo que sucedió, sino también lo imaginado en tanto que una forma legítima de memoria. Los planos se entrecruzan: el hoy converge con el ayer, la realidad se yuxtapone a la ficción. No existe una cronología estable en este libro, sino más bien saltos, manchas, sombras, bandazos del reloj, fantasmas del pasado que subsisten en mí y dialogan conmigo, algún «yo» al que renuncié y viene a pedirme cuentas... Pongo sus voces en la palma de la mano mientras escribo, son cera que se derrite y me quema. Eliot lo dictaminó: «Time present and time past / Are both perhaps present in time future / And time future contained in time past. / If all time is eternally present / All time is unredeemable».

He leído, y estoy de acuerdo con ello, que Tanatografía es un poemario en la línea del primero de Pavese Trabajar cansa, pero quizá más completo y mejor. ¿Qué opinas tú?

Lo que apuntas lo ha escrito Ángel Borreguero en su reseña publicada en el diario Hoy sobre mi libro. No soy partidario de esos juicios de valor, ni podría compararme en ningún caso con un clásico como Pavese, de quien aprecio, sobre todo, su diario, El oficio de vivir. Recuerdo aquellas líneas finales, estremecedoras, y también aquellas en las que señala cuáles son los tres momentos dionisiacos del ser humano: la sangre, la sexualidad y el alcohol. Si hablamos de tonos o de tendencias poéticas, Pavese es un escritor mucho más realista, me parece. Tiendo más a lo onírico, a lo irracional, sobre todo porque estoy convencido de que esas zonas están repletas de sentido. No podemos olvidar que estos planteamientos, al menos durante dos décadas, no gozaron de prestigio en España, porque se impuso una poética que demandaba claridad y narratividad. ¡Disiento! Existen muchas clases de realismo, no una sola. Algunas de esas clases —las figurativas y blandas— no me interesan nada por contentadizas y autocomplacientes.

¿A qué poetas te sientes más cercano?

No hay poesía, tal como la concibo, que no surja de una lectura previa. Por eso me asombran aquellos que solo escriben y no leen, o los que reivindican una originalidad adánica e ingenua. Claro que existe el epígono, que es un mero continuador, alguien que no transforma los modelos anteriores; ahora bien, todos somos hijos de la tradición, inevitablemente, incluso cuando renegamos de ella. Hay ciertos poetas a los que vuelvo siempre: Juan Eduardo Cirlot, Miguel Labordeta, Manuel Álvarez Ortega, Carlos Edmundo de Ory, T. S. Eliot, César Vallejo, Héctor Viel Temperley, Sharon Olds, Alejandra Pizarnik, Arnaldo Calveyra, Emilio Adolfo Westphalen o José Ángel Valente (por hablar solo del siglo XX). Y entre los que escriben hoy en día la lista sería interminable: Antonio Gamoneda, Pere Gimferrer, Francisco Ferrer Lerín, Eduardo Moga, Juan Carlos Mestre, Enrique Falcón, Ángel Cerviño, Francisco Layna, Miguel Ángel Curiel, Jesús Aguado, María Salgado, Berta García Faet, Ruth Llana, Ángela Segovia, Esther Ramón, Isla Correyero, Pureza Canelo… Creo en la admiración y no en la tacañería. Por eso leo, cito y reivindico a mis contemporáneos.