José Manuel Lucía Megías (1967) es catedrático de Filología Románica de la Universidad Complutense de Madrid. En la actualidad es presidente de honor de la Asociación de Cervantistas) y secretario de la Asociación de Amigos de José Luis Sampedro. En abril de 2017 fue nombrado director de la Red de Ciudades Cervantinas, de la que es el promotor. Como poeta, ha publicado, entre otros, los siguientes libros de poesía: Libro de horas, Prometeo condenado, Acróstico, Canciones y otros vasos de whisky, Cuaderno de bitácora, Trento, Tríptico, Y se llamaban Mahmud y Ayaz, Los últimos días de Trotski, Versos que un día escribí desnudo, Aquí y ahora, además de diversos poemas en antologías y revistas. Toda su obra poética hasta el año 2017 se reunió en el volumen El único silencio» y en el año 2018 Pablo M. Moro realizó una antología de su poesía (Yo sé quien soy. Inventario de una noche).

Su último libro de poemas, Flores en el asfalto, se abre como un pórtico hacia la vida que no es la que queremos. «Silencio», eso es lo que pides repetidas veces, bajo la sombra cotidiana del amor. 

«Silencio. Silencio. Silencio». Hasta en tres ocasiones se grita silencio al inicio: un silencio ante el ruido, la desinformación que nos rodea; un silencio ante la cotidianidad de prosa en que nos hemos instalado; un silencio ante ese continuo correr para no llegar a ningún lado. Hay un silencio acompañado de un gesto, de un cogerse la cabeza con las manos, un gesto de dolor, un gesto de frustración, un gesto de impotencia… y ante este silencio que nos quieren imponer -a partir del ruido- el grito de la poesía, el grito de los versos que nos devuelve la vida. 

 Sin duda es un libro que tiene como tema a alguien que está pasando o ha pasado el covid. Es un capítulo realista y de una actualidad dolorosa y desesperante. ¿Cómo has podido hacer poesía de ello? Pues aquí covid es igual a un gran poema: «Hemos perdido la sonrisa en las calles, pero poco a poco nos vamos acostumbrando a reconocer matices en el color de los ojos…».

Durante el primer confinamiento, cuando nuestra casa se convirtió en nuestra geografía cotidiana y comenzamos a construir, semana a semana, una rutina que sabíamos que nos iba a acompañar durante un tiempo, pensé, como tantos otros, que la escritura y la lectura serían mi salvavidas, que podría, ahora que recuperaba el tiempo, hacer realidad tantos proyectos. Pero nada de eso sucedió. No era capaz de leer ni una página. No quería escribir ni una línea de lo que nos estaba pasando a millones de personas, convertirlo en un diario personal. Demasiado dolor, demasiada muerte, demasiada desolación, demasiada incertidumbre para que los ojos o las manos pudieran encontrar el espacio propicio para la literatura. Y dejé pasar los días, y las semanas… y me dije que nunca escribiría sobre lo que había pasado. Pero ha sido tan fuerte, tan impactante, tan desolador y, al tiempo, tan iluminador lo que nos ha pasado, que al final brotó. Y se convirtió en literatura. Y la experiencia cotidiana de ir a comprar al supermercado, una experiencia llena de rutinas de limpieza y de cierto temor, terminó por convertirse en versos. Lo único que hecho ha sido describir lo vivido a partir de los recuerdos. 

«Es tiempo de vivir en la palabra…». Un verso que resume magníficamente este tiempo del virus.

El detonante de Flores en el asfalto no fue la pandemia, que es la geografía y el tiempo. El detonante es la palabra, el ataque a la palabra, al valor de la palabra, que ya venía desde antes -es el territorio idóneo del fascismo que retuerce las palabras para imponerse distopías que siempre acaban en un infierno, no lo olvidemos. Pero con la pandemia la palabra terminó por ser atacada con más virulencia, con más ansiedad y crueldad. Sin palabra, sin el valor de la palabra, sin la confianza que nos da la palabra no hay convivencia. Y sin convivencia no hay sociedad. Ya me pasó en los primeros días del confinamiento, en que me encontré con personas que a las ocho salían a su balcón a aplaudir a los sanitarios, y por las redes durante el resto del día no dejaban de quejarse de lo mal que lo estaban haciendo, sin darse cuenta que sus escasos medios era consecuencia de otras palabras: la avaricia y la corrupción, de gobiernos de derechas que se habían vanagloriado de hacer recortes en los derechos fundamentales para una sociedad libre: la sanidad y el derecho. Y ahí la palabra tiene poco que hacer si no la defendemos. Este es nuestro desafío. 

Pero a pesar de los hospitales llenos y las calles vacías, ha crecido una flor en el asfalto. Y no se pierde la esperanza. Qué maravilla de contraposición.

Un día me levanté y un amigo nos envió una imagen de cómo una flor había crecido en el asfalto. Una amapola, con sus pétalos rojos. Una flor débil, una flor efímera, pero un latido de vida entre el gris del asfalto, entre el asfalto que todo lo invade, que todo lo llena de muerte. ¡Hay vida donde el hombre no está! La vida, la naturaleza se abre paso por el espacio de destrucción al que un determinado modelo de desarrollo humano está apostando. Una flor que en su fragilidad muestra su poder y nuestra propia fragilidad. El asfalto es también nuestros intereses creados. El asfalto es también nuestra sociedad sin valores. El asfalto es también nuestra desidia, nuestra dejadez, nuestra falta de tiempo para vivir, las prisas y los atascos. ¿Y si nuestra vida, con el esfuerzo de una flor, pudiera también florecer entre el asfalto de nuestra rutina, de esta vida inhumana que hemos aceptado en vivir?

En este tiempo enfermo ¿qué somos si nos roban la palabra?

Si nos roban la palabra, si nos roban el valor de la palabra, si aceptamos que otros retuerzan las palabras a su antojo, entonces somos marionetas, y estamos abocados al fascismo, a la destrucción, a la muerte. Esa es la gran pandemia que se expande por todo el mundo: el fascismo del siglo XXI, el fascismo que entiende que una minoría de blancos enriquecidos con el dolor de los demás pueden dominar al resto, imponerles su mirada de muerte y de destrucción. Y lo hace con la difusión de las redes sociales, de los nuevos medios de comunicación, como si el medio moderno hiciera moderno su mensaje. No hay nada más antiguo ni más perverso que el fascismo, que creerse en la posesión de la verdad y de la supremacía, de entender que alguien que es diferente es un enfermo, es una enfermedad, y que uno tiene derecho -y la obligación- de exterminarlos. Contra la pandemia del fascismo, de la muerte y de la destrucción solo hay una medicina: el valor de la palabra. Y todos estamos obligados a defenderla. La palabra que es paz, piedad y perdón.  

 El tema de fondo del libro, y en donde reposa todo, es el amor, un amor pasional y profundo.

El amor es también el camino. El amor pasional y el amor a la vida, la necesidad de sobrevivir. Un amor que nos da fuerzas pero que hemos de fortalecer también con nuestro compromiso, nuestra entrega. A la flor hay que regarla, hay que cuidarla, hay que defenderla, hay que mimarla, hay que amarla. Así también a nuestra sociedad, nuestro entorno, nuestros amigos y nuestros amores. Y a nosotros mismos. Hemos de sentir por nosotros mismos un amor pasional y profundo para así poder dárselo a los demás. 

¿Qué es la poesía para ti?

¿Hay algo que no sea poesía en mi vida? Entiendo la poesía -la literatura en general- como una forma de estar y de vivir. Veo poesía en una conversación en el metro o en uno de tus versos, en un libro que acabo de dejar en la mesilla, o en la espalda sosegada de la persona que amo. Me emociona esos atardeceres de fuego y me siguen impresionando las bocinas de la madrugada que antes que comience el día van calentando motores, se van preparando un nuevo día. Me sigue emocionando entrar en el aula y sentir la mirada interrogante de los alumnos que esperan aprender algo nuevo, salir de la clase siendo un poco más diferentes. Me gusta una buena conversación y necesito el diálogo, escuchar cómo otras personas me iluminan el mundo con sus pensamientos, sus reflexiones o sus experiencias. ¿Para cuándo esa cerveza que nos está esperando?