Son demasiadas las ocasiones en las que al hablar sobre un libro, existe la tendencia de caer en el análisis meramente formal, diseccionando la construcción métrica o los recursos estilísticos que ha podido utilizar el autor en la arquitectura del texto. Es cierto que la poesía debe acunarse sobre un sólido basamento constructivo, pero no es menos cierto que si algo singulariza este género es su capacidad de materializar la belleza desde la emoción: «La emoción forma parte esencial del misterio de la escritura …/… y hace que el poema sea duradero» (Antonio Enrique). Y a mayor abundancia, añadiría con Stendhal, sobre la emoción, la conmoción.

Y ese es el valor que perdura tras la lectura de La oscuridad del poeta Juvenal Soto, pues a través de un elemento poético tan complicado de afrontar como es la oscuridad, entendida como transitoriedad o fugacidad, ha sido capaz de esculpir un texto sublime, repleto de belleza.

Fue el escritor sueco, Henning Mankell, quien dijo que: «Venimos de la oscuridad y vamos hacia la oscuridad. Eso es la vida». El poeta, nuestro poeta, que ha hecho de la meditación estación de destino de una poesía intensamente connotativa, profundamente humana, sabe que la muerte es la nada y la nada es la oscuridad. Pero, el poeta, también es nigromante, augur y profeta; por ello, no se detiene en lo de tenebroso o sombrío que puede existir en esa caliginosa brevedad o temporalidad que habita y perdura en la vida, sino que desde ahí, transforma los poemas en incendios, tal y como señalaba Vicente Huidobro en el prefacio de Altazor, y de aquellas pavesas estas antorchas, estos versos convertidos en reflexiones sobre un tiempo concreto, ese tiempo que es la muerte: desaparición de todo lo que un día fue luminoso; pero, a la vez un canto a lo bello que existió en este hialino y fundante tránsito.

Un poemario que se abre, fulgente, con el bellísimo poema titulado «Vestido para nadar», donde el niño que fue y que atesora casi todo su patrimonio en una acendrada cajita de galletas de manteca, navega las mañanas de domingo con su padre, de quien aprendió que «la muerte reina en lo que llamamos infinito» y que, ahora, le recuerda encendiendo uno de aquellos cigarrillos egipcios Abdella, mientras le ve adentrarse en la mar, con uno de sus impecables trajes, hasta desaparecer por siempre. Allí, el poeta dialoga con Simbad el navegante o con Ulises, y medita acerca de las naranjas que se pudren en el plato que compró hace décadas en un mercado de Ibiza, descubre las misteriosas cartas de amor escondidas por sus antepasados en un coqueto secreter, hasta que fueron engullidas por las olas, se interroga acerca de hacia qué mar mirarán los ojos de los muertos, busca, desesperadamente, el rostro de sus abuelos, rememora la última carta enviada a Rafael Pérez Estrada a quien desearía ver con su elegante corbata de emperador de Austria o es adornado, siendo joven, de guirnaldas que cuelgan sobre un cuerpo que fue belleza y oración.

El poeta hace funcionar la memoria como método, no a modo de recreación notarial o autobiografía, y ese arte, esa maestría en contar sus experiencias se universalizan en el momento en que los personajes se convierten en nosotros mismos y nos identifican, y nos llevan también a nuestros días lejanos, y nos redimen de la oscuridad, del destino, y nos hacen eternos en este breve pasaje que es la vida: apenas un destello, el fulgor de un instante en la eterna oscuridad. Juvenal Soto ha escrito un extraordinario libro, donde el elemento axial se sustenta en una abisal reflexión sobre el sentido de la muerte, como proceso natural de la existencia y como un acto de liberación, más que de consumación o acabamiento. Un poemario casi panteísta, marcado por el mar y la naturaleza, que troca en luminosa meditación poética, cuyo ónfalos es el amor hacia la vida, tal y como ha dicho Olvido García Valdés: «Un poema es un lugar raro donde se guarda la vida». Escribía Jaroslav Seifert que «recordar es la única manera de detener el tiempo», y es este recurso de la memoria el empleado por nuestro autor para mitigar el destino, y hacer posible el prodigio de devolverle la vida, de recuperar a aquel niño que navegaba los domingos desde los Baños del Carmen al Peñón del Cuervo; prodigio que se materializa a la luz de la evocación, concitando el conjuro, para hacer posible el milagro: «Escribo para que la muerte no tenga la última palabra» (Oddysséas Elýtis).