Opinión | Caligrafía

El desconchón

Cuando era niño, una caída admitía dos resultados lesivos principales: el desconchón y sacarse un filete. Lo segundo era mejor que no te pasara: significaba que el golpe había sido tal que se perdía un trozo de carne, o se quedaba colgando de la piel y levantado, con el lío de la sangre, tener que separarlo del todo o esperar que se pegara, si tampoco había sido para tanto. El desconchón era lo más normal: salía un poco de sangre y se abría un pequeña boca blanca, después cubierta por su costra. Lo mejor era ponerse mercromina, que pintaba la herida de rojo y permitía presumir de una gravedad inexistente. Con el tiempo, un niño que jugara en asfalto tenía cubierta la pierna de rodilla para abajo de pequeñas cicatrices circulares. En su momento sabía de qué era cada una, hoy sólo recuerdo el origen de las más impresionantes.

Mi hijo ha empezado a caerse en serio, y ya sabe que aunque el pantalón esté intacto, la piel de debajo puede herirse (se comprobaba esto rápidamente con alivio, porque si se rompía el pantalón había que duplicar las explicaciones). Examina mis cicatrices y noto que me respeta como niño. Me enseña las suyas con orgullo y dignidad: «Me he hecho un desconchón». El otro día, su prima Elsa, que es tan etérea que había cumplido 8 años sin hacerse un desconchón, tropezó en el parque y se hizo una herida respetable, un cuadrado perfecto blanco y morado. Realmente nada, un raspón. Se preocupó, porque hasta ese momento había sido invulnerable. Y Javier, muy tranquilo, mientras la pobre esperaba un diagnóstico adulto, resolvió: «Elsa. Se te ve el hueso».

  • Abogado

Suscríbete para seguir leyendo