Los drones, aparatos aéreos no tripulados, nacieron para uso militar como aviones espías y para más que cuestionables acciones ofensivas --por las llamadas víctimas colaterales de forma eufemística-- sin riesgo de vidas humanas para el atacante al evitar la presencia sobre el terreno. Pero los drones han dado el salto a la vida civil con la misma velocidad con la que fueron implantados en los ejércitos de un buen número de países. Es más, se han convertido en uno de los regalos estrella de las fiestas. Con precios que van de 30 euros a 850 los más sofisticados (con capacidad de volar a 250 metros y dotados con vídeo HD) se han convertido en un negocio. Han entrado en la lista de los nuevos juguetes, una etiqueta que no debería darse sin más a un artefacto volador --una aeronave según la Agencia Española de Seguridad Aérea--, cuya regulación es ya obligatoria. El Ministerio de Fomento debería ir un paso más allá de la normativa provisional hoy en vigor en favor de una delimitación definitiva y más conocida por los usuarios. La regulación actual apela al sentido común al restringir su utilización en zonas urbanas y aglomeraciones y a un máximo de 120 metros de altura. Pero aquí pasa lo mismo que con los límites de velocidad y la potencia de los coches. Una necesaria prevención, para evitar accidentes, obliga por lo tanto a reglamentar el empleo de drones, que también pueden violar el derecho a la intimidad. Y tampoco estaría de más instaurar un registro de usuarios como ya se hace en EEUU.