Para que vuelva la paz en que reinaba la Mezquita-Catedral antes de 2006, son necesarios varios requisitos:

1º) Que el cabildo, o quien represente a la Iglesia, enseñe un papel; por favor, un papel --también vale pergamino-- que demuestre la propiedad que la Iglesia dice tener de la Mezquita. Pero naturalmente ha de ser un papel con fuerza legal, con validez bastante para demostrar una propiedad. Pues claro es que no la tienen ni un documento propio, hecho por la diócesis, ni un informe --ni siquiera una resolución-- filtrado, pendiente de ser ratificado, y emitido en un ministerio que no ostenta la competencia de declarar o de suprimir la propiedad inmobiliaria de nada ni de nadie.

2º) Que si no lo tiene, que calle para siempre y deje vivir en paz. Y vaya a lo suyo y a lo que debe ser suyo: cuidar y practicar el culto católico en la Catedral, y respetar la singularidad árabe de la Mezquita adyacente sin macularla con proclamas religiosas, que además de no interesar a los turistas --muchísimos de otras religiones o de ninguna-- confunden y reescriben la gloriosa historia del monumento. Abstenerse de ir aumentando paulatinamente los signos que desnaturalizan la parte árabe, como se ha hecho en los últimos años, por ejemplo, poniendo crucecitas en las nuevas lámparas que iluminan las naves de las columnas, añadiendo cuadros religiosos --por cierto, casi siempre de nulo valor artístico--. Y desde luego debe devolver al monumento el nombre de Mezquita con que fue declarado patrimonio mundial.

3º) Que nuestro alcalde se haga digno sucesor de sus antecesores y abandone el sofisma y se acoja al silogismo; que piense en Córdoba desechando cualquier otra consideración; que se decida a poner en razón la parcela jurídica que tiene en su persona, y en consecuencia reconozca que la Iglesia ha registrado la Mezquita --escondiéndola en la Catedral-- como de su propiedad en base al artículo 206 de la Ley Hipotecaria, que la mayoría de los juristas califican de invalidado por la Constitución.

De otro lado, señor alcalde, no siembre la malicia --seguro que sin ninguna suya personal-- de que se aspira a la formalización de la titularidad pública ahora que es rentable el monumento. No retuerza el argumento; es precisamente al revés. Cuando el monumento no era rentable, cuando no había posibilidad de autosuficiencia, y todas las reparaciones importantes y las costosas obras de mantenimiento eran subvenidas casi en su totalidad por la Administración, primero el Estado y luego la Junta de Andalucía, no había ni una sola sotana --es un decir-- en Córdoba que hablara de que la Mezquita era propiedad de la Iglesia. Entonces, el comportamiento eclesial era muy humano: aquí paz y allí y después gloria, dame pan y dime tonto.

Además, las imputaciones maliciosas, las descalificaciones generales y las remisiones vagas a enemigos, conquistadores extranjeros encubiertos y a documentación importante que se dice tener y que no se saca a la luz, no solo pueden ser tachadas de inmorales, desde toda clase de moral, sino que pueden agriar tanto la situación que se ponga en peligro lo que costó mucho trabajo lograr y lo que tantos beneficios nos ha deparado: la declaración de bien patrimonio de la humanidad.

La irritación a la Unesco no la comienzan unos locos, unos anticlericales, unos irresponsables orquestados, a los que hay que calmar. El primer paso decisivo en este camino perjudicial lo dio la Iglesia en 2006, inscribiendo como de su propiedad lo que por lógica y por naturaleza pertenece, por este orden, a los cordobeses, a los españoles, y a la humanidad.

Por favor, un papel.

Y si no lo tienen, reclúyanse en el buen sentido y en la modestia, que, según la Biblia, debiera ser lo suyo. No vaya a ser que Fernando III, que dio solo el uso a la Iglesia, no la propiedad, resucite y se enfurezca por el intento de ser expropiado post mortem --el patrimonio real de su época es el patrimonio nacional y el dominio público de hoy-- y comparezca como milagroso testigo.

* Abogado y escritor