El 13 de agosto se declaró, finalmente, la huelga revolucionaria en toda España. Con excepción de Catalunya, País Vasco, Asturias y muy, parcial y episódicamente, Madrid, la geografía peninsular e insular apenas si quedó salpicada por algún que otro brote de violencia.

Con sobrada medida, fueron Barcelona y ciertas poblaciones de su entorno el epicentro de un movimiento que llevó el pánico a las clases medias y poderosas de la nación, así como al conjunto de sus instituciones. Desde el primer momento, sin embargo, la pugna se decantó a favor de los poderes públicos. Cuando las Juntas de Defensa, sobrealarmadas por una alianza entre la tropa y los huelguistas conforme al modelo triunfante en la Rusia de la primera gran etapa de la revolución bolchevique, se colocaron a las órdenes del gobierno Dato para reprimir la huelga, la suerte de esta estaba definitivamente echada. Varias decenas de muertos entre los últimos en el Principado catalán -donde su primera autoridad castrense no vaciló en el uso de la artillería para doblegar el alzamiento obrero--, en el de Asturias y en Bilbao -futuro gran centro fundacional del Partido Comunista de España-- fue el balance de la represión protagonizada por unas Fuerzas Armadas fieles a la monarquía parlamentaria de Alfonso XIII.

La acusada sensibilidad política y la intensa y ya dilatada experiencia gobernante del monarca le percataron de inmediato de la hondura de una crisis que no quedaba cerrada por «la apelación al soldado». Este -las Juntas de Defensa--, además, se impacientaba por extraer los mayores réditos de su respaldo al Estado. En la misma situación anímica se hallaban Cambó y la Lliga, ulcerados por la extendida acusación en los medios políticos y periodísticos de haber incitado la acción de los huelguista para luego inhibirse… Con todo, la iniciativa regia de formar un ministerio de concentración, según la pauta introducida coetáneamente en Francia, no llegó a buen puerto debido a las disputas y enconos entre las fuerzas parlamentarias.

Así, el Gabinete del liberal García Prieto, marqués de Alhucemas, fue un expediente provisional, que, tras una aborrascada y fugaz gestión -otoño 1917/inicios de la primavera del año siguiente--, no avanzó en el remedio de una tesitura que amenazaba crecientemente por pudrirse ante el temor creciente de un rey que veía desmoronarse un sistema arquitrabado medio siglo atrás por A. Cánovas, el gran integrador de la política española contemporánea.

* Catedrático