Me imagino que, dados los tiempos de rearme patriarcal que sufrimos, más de un neomachista se preguntará el próximo miércoles en las redes sociales qué sentido tiene seguir a estas alturas celebrando el 8 de marzo. Bastaría con responderle que más que como celebración continúa siendo necesario como día de vindicación, porque las conquistas, que sin duda las ha habido, siguen siendo precarias, parciales y no han conseguido acabar con las múltiples intersecciones que provocan en todo el planeta que las mujeres sean las más vulnerables. Bastaría con hacer números y sumar las asesinadas, las violadas o las prostituidas. Bastaría con enumerar todos los datos objetivos, y por tanto no opinables, que nos continúan mostrando que para ellas existen más obstáculos en el disfrute de muchos derechos y que su estatuto de ciudadanía, comparado con el nuestro, continúa lejos de la igualdad real. Bastaría con explicar cómo el poder, la autoridad y el prestigio siguen mayoritariamente en manos masculinas y cómo, frente el tímido pero ya imparable progreso de nuestras compañeras, muchos están reaccionando atrincherándose en su zona de confort. Miedosos ante la irreversible pérdida de privilegios y desubicados ante una realidad que empieza a negarles su tradicional heroísmo. Sobran pues razones para el paro internacional que han organizado para este año. Bastaría con recordar que las están asesinando todos los días.

A tanto machito al que últimamente parecen dar alas los espacios en los que el anonimato no oculta la cobardía, habría que dejarle muy claro en un día como el 8 de marzo que las mujeres son nada más y nada menos que la mitad de la Humanidad. Que no estamos hablando por tanto de un colectivo, ni de una minoría, ni siquiera de un grupo social al que hay que atender con la lógica formal del Derecho antidiscriminatorio. Ellas son la mitad de la ciudadanía y, por lo tanto, deberían ser la mitad del poder y de la autoridad, la mitad de la cultura y los saberes, la mitad de las propietarias y de las lideresas del planeta. Eso es justamente lo que implica reivindicar una democracia auténticamente paritaria en la que la mitad femenina no solo supere el estado de “subordiscriminación” que todavía sufre sino que también forme parte de la definición de las reglas de juego y de la construcción de los relatos que nos definen como humanos.

El 8 de marzo ha de ser pues un día de recordatorio de cómo por ejemplo las políticas de austeridad y el neolibealismo están teniendo como principales sufridoras a las mujeres, o de cómo la pretendida «nueva política» vuelve a certificar que ellas son las grandes perdedoras de todas las revoluciones, pero también ha de ser un día de reconocimiento de todas esas mujeres, habitualmente invisibles o en el mejor de los casos ocultas en notas a pie de página, que luchan cada día por transformar este mundo cruel e injusto que habitamos. Un mundo en el que nosotros, la mitad privilegiada, necesitamos no solo echarnos a un lado y renunciar a parte de nuestros dividendos, sino también aprender de todo lo que ellas pueden enseñarnos sobre el orden amoroso de la vida, la ética de los cuidados, la horizontalidad o la empatía como condición ética mediante la que superar el miedo al otro/la otra. Esas mujeres, de cuyo feminismo me nutro y que permanentemente me colocan ante el espejo de mis miserias, se merecen este miércoles mi entregado reconocimiento. Y con ellas, todas las que se quedaron por el camino, a las que como a mis abuelas no dejaron subir a los púlpitos, a las que como mi madre redujeron a ángeles del hogar, a las que como mi sobrina casi adolescente me gustaría ver libres de los Malumas de turno. Todas ellas merecen recibir este miércoles un ramo de flores violetas en las que vaya cosido con nuestros hilos vulnerables el compromiso de ser cómplices activos con todo lo que queda por transformar.

* Profesor titular acreditado al Cuerpo de Catedráticos de Universidad de la UCO