Dudé mucho, pero nada más llegar de Madrid a mediodía, herví algo de arroz y con unas onzas de chocolate en la boca cogí la bicicleta directo a San Jerónimo. Hacía mucho calor. Eran las cuatro cuando llegué al inicio del puerto, donde vi los primeros aficionados y una bandera del Córdoba. Suelo tardar unos 23 minutos en subirlo, pero esta vez me lo tomé con calma y puse el plato chico.

Es bonito comprobar que la carretera que subes cada semana ha sido elegida como parte del recorrido de la Vuelta. Mejor aún es hacer la ascensión con tanta gente en los arcenes.

Mi bicicleta hace bastante ruido porque siempre se me olvida engrasarla, así que al principio del puerto el único sonido que escucho es el de la cadena. También mis jadeos. El asfalto con calor es un infierno. Poco a poco empiezo a ver gente y esta saca su repertorio. A todos les resulta raro ver a un aficionado subir con esas temperaturas. Me topo con tres ciclistas más.

El puerto se me pasa volando entre los comentarios. Cuando paso ante dos chicos, escucho que uno le dice al otro: "A ese no le vendría mal un taller". Un hombre recostado lee y me da mucha envidia. Otro me pide bidones. "¡Pero cómo te va a dar, si le faltan a él tres o cuatro!", le reprocha un hombre mayor. Hay pintadas en el suelo y una señal de los kilómetros que faltan para coronar. Los últimos son los mejores. Al fondo aprecio la pancarta del puerto de montaña, las vallas y la gente exaltada. Un policía en moto se sitúa a mi lado. "Ve más rápido", me dice. Quienes lo escuchan ríen. "¿Te crees que puede?". Otro me obsequia con una botella de agua. En la cima, paro y la vacío sobre mi cabeza. Veo sentado el paso del pelotón. Me alivia ver que muchos van descamisados y exhaustos.

Me cabrea el final, kilómetros sin sentido por la autovía, horribles, ¿para quién? No hay nadie. No se ve nada. Solo un polígono y edificios en construcción. Triste final a un bonito día.