Decían el grupo de artistas Guerrilla Girls que ser mujer en el mundo del arte tiene sus 'ventajas': puedes elegir entre la creación y la maternidad, hagas lo que hagas tu obra será calificada de «femenina» y tu carrera siempre pueda despegar a partir de los 80 años. Esa edad precisamente cumpliría la escritora Lucia Berlin, de no llevar muerta desde el 2004, el año en el que se ha convertido en el huracán literario de la temporada con su 'Manual para mujeres de la limpieza'. Ya saben: esa recopilación de cuentos de autoficción que esta semana ha ganado el Premio Llibreter y en el que un puñado de enfermeras, mujeres de la limpieza y profesoras alcoholizadas sacan adelante a sus hijos (ella tenía cuatro), sus divorcios (inventarió tres) y sus vidas desastradas con lucidez y bofetones de humor y verdad. El gran aplauso -«nos preguntábamos por qué se exigía tanto como escritora si le daba tan poco», ha dicho su hijo David- le ha llegado una vez muerta, como les pasó a escritoras silenciadas e incomprendidas como Emily Dickinson, Sylvia Plath o María Lejárraga. Con ustedes, una guía (básica) de las malditas de las letras cuyo reconocimiento, desgraciadanente, les pilló ya en el cementerio.

ENHEDUANNA

«Mi bella boca solo conoce la confusión, aún mi sexo es ceniza»

Se dice pronto, pero tuvieron que pasar más de 4.000 años para que a esta princesa y suma sacerdotisa de nombre indeletreable se le reconociera lo que es suyo: que es el primer escritor de la historia. De hecho, ella misma 'arregló' su cita con la posteridad al encargarse de algo entonces inaudito: que su nombre apareciera bajo las composiciones que dejó escritas en un disco de alabastro que fue destruido expresamente ya en la antigüedad y que en 1927 fue hallado por una expedición norteamericana.

Un epílogo a la altura de un personaje que, más que vivir, parecía dictar una epopeya: como sacerdotisa suprema de Ur, nombró a los mandatarios de la ciudad -lo que avivó todo tipo de venenos-, e impulsó las matemáticas y la astronomía. También sobrevivió a un terremoto devastador, al asesinato de dos hermanos y a su propia expulsión del templo y la ciudad, humillación que luego reparó. Todo ello dejó muescas en unos poemas consagrados a Innana, diosa del amor y la fecundidad, a la que atribuyó toda la fuerza de la vida y de la muerte. «Mi bella boca solo conoce la confusión / Aún mi sexo es ceniza». No, Enheduanna no era ninguna ursulina.

EMILY DICKINSON

«Si físicamente me siento como si me levantasen la tapa de los sesos, sé que eso es poesía»

Con su nombre, no publicó ni un solo verso en vida. Y a partir de los 30, se vistió de blanco y se recluyó en la casa familiar. De hecho, en sus últimos tres años, aquejada de nefritis, apenas salía de su habitación. Y fue su hermana Lavinia quien, tras su muerte,encontró en un baúl 40 volúmenes de poesía con 800 poemas que ella misma había cosido y encuadernado.

Cuando empezaron a publicarse, la crítica despachó con mohín escéptico una obra intelectual, aguda, emotiva y experimental que se adentró en el amor, los abismos interiores y lo que Enrique Vila-Matas ha llamado «la íntima inmensidad de la conciencia».Cuanto más se intentaba entreabrir la cortina que parecía cubrir a la escritora, más enigmas surgían. ¿Por qué el encierro? ¿Por qué esa negativa a publicar?

Imaginarán que de Dickinson (1830-1886) se ha dicho casi de todo. Que si el desdén de su padre, un prócer de Nueva Inglaterra, por las escritoras marcó su silencio. Que si un juez ¿o sería un pastor? fue su amor prohibido. Que si las restricciones asfixiantes de la época la convirtieron en esa loca del ático de la que habla una parte de la hagiografía feminista. La hojarasca a su alrededor, con poemas modificados y suprimidos, es sofocante. Sin embargo, las últimas aproximaciones desvelan que quizá lo que hizo Dickinson no fue más que desbordar mandatos literarios y afectivos: seguramente, ese amor del que tanto habla es en realidad su cuñada, Susan Gilbert, también poeta, editora y antigua compañera de colegio a la que dedicó 300 poesías. Y, posiblemente, su negativa a publicar radica en todas las modificaciones que le habrían impuesto para domesticarla.

Mística y con trato directo con Dios -¿cómo iba a dejar que la celebridad la apartara de la concentración o que zarpas ajenas ensuciaron su obra?-, a sus misterios apenas tenían acceso su hermana, su cuñada y alguna amiga. Cuando, años después de su muerte, se le preguntó a su amigo y escritor Thomas Higginson por qué no había publicado sus poemas, este admitió: «No me atreví a usarlos. Ella se me escapa, y hasta hoy me hallo aturdido ante semejante poesía».

MARÍA LEJÁRRAGA

«En rigor, a la educación de la mujer se le debe llamar doma»

María Lejárraga (1874-1974) fue coetánea de una rara avis llamada Carmen Eva Nelken, quien con el pseudónimo de Magda Donato firmó reportajes que desmienten que Günter Wallraff y Hunter S. Thompson sean los padres del periodismo gonzo, ya que se infiltró en comedores sociales, en la cárcel y en un psiquiátrico para escribir artículos vividos y apasionantes. En su caso, la elección del sobrenombre nada tuvo que ver con las asfixias femeninas de la época: simplemente, la hermana pequeña de la diputada Margarita Nelken no quería ser enjaulada en su propio apellido.

No fue el caso de María Lejárraga, escritora socialista y feminista que firmó sus obras con el nombre de su marido, Gregorio Martínez Sierra. Entre ellas, 'Canción de cuna', que fue interpretada en Hollywood por Dorothea Wieck y de la que José Luis Garci hizo una versión en 1994. Dicen que la usurpación empezó porque María consideraba que sus escritos, cuajados de pullas políticas, llegarían más lejos con nombre de varón. Pero, seguramente, solo una maraña psicológica puede explicar que aceptara durante décadas un silenciamiento y un saqueo artístico que solo se dispuso a atajar cuando la hija de Martínez Sierra y su amante, la actriz Catalina Bárcena -quien, por cierto, protagonizaba los montajes: sí, el tipo tenía un morro sideral- pidió los derechos de las obras. Antes de morir, el productor reveló que su esposa era coautora de las piezas, aunque la investigación académica de los años 80 lo desmintió y certificó que Lejárraga es la única autora. A pesar de ello, Martínez Sierra sigue presidiendo los títulos de crédito.

SYLVIA PLATH

«La perfección es terrible, ella no puede tener niños»

El 11 de febrero de 1963, Sylvia Plath se despertó a las seis de la mañana y preparó el desayuno a sus hijos, de 1 y 3 años. En una bandeja les llevó a la habitación pan, mantequilla y leche. Volvió a la cocina, cerró la puerta y tapó todos los resquicios con toallas. Acto seguido, metió la cabeza en el horno. Y abrió el gas.

Aquel duro invierno en el que el agua se congelaba en las tuberías y el dinero no le llegaba para calefacción, Plath fue enterrada con apenas dos párrafos en un periódico local. Al fin y al cabo, acababa de publicar con seudónimo la novela autobiográfica La campana de cristal, una búsqueda tortuosa de la identidad más allá de las opresiones. Dos años más tarde, se editó Ariel, el poemario feroz que escribió tras su separación del poeta Ted Hughes, cuando, se vio obligada a criar a sus hijos sin apenas ayuda y a saber lo furiosamente creativa y devastadora que podía ser la depresión. Para entonces, la escritora que poetizó rarezas como la sexualidad, el cuerpo y la maternidad se había transmutado en un mito tal colosal como la leyenda negra de Hughes, que durante décadas arrastró dos cargos: haberse desentendido de Plath en un momento vulnerable y haber reordenado poemas y censurado las últimas páginas de sus diarios para proteger, dijo, a sus hijos. «Llevo 30 años permanentemente asomado a tu ataúd», escribió Hughes décadas más tarde.

LENORE KANDEL

«Tu verga asciende y palpita dentro de mis manos / una revelación»

La policía llegó a confiscar de las librerías su The love book. Una obscenidad, dijeron. «Pornografía hardcore». En enero de 1967, Lenore Kandel (1932-2009) fue la única mujer que leyó en la mítica concentración Human Be-In Festival de San Francisco, junto a Allen Ginsberg, aunque su nombre no apareció en el cartel de aquel preludio del 'verano del amor'. Como al resto de escritoras beatniks, la historiografía la ninguneó y le reservó apenas un pie de foto como amante de Jack Kerouac e inspiración del personaje Romana Swartz en 'Big Sur'. En 1970 sufrió un accidente de moto que la dejó impedida y con graves dolores de por vida. Y su rastro se fue perdiendo, a la sombra del puñado de hombres que la crítica y el periodismo cultural encumbró. Sin embargo, antologías como Beat Attitude han salido al rescate de aquellos nombres a los que el poeta beat Gregory Corso se refirió así en 1994: «Claro que hubo mujeres, pero sus familias las encerraban en manicomios, se les sometía a electrochoques. En los 50 si eras hombre podrías ser un rebelde, pero si eras mujer tu familia te encerraba. Algún día alguien escribirá sobre ellas».