Me lo avisó el pastor José Gracia, el último hombre por el que me bajé de la bicicleta, el que paseaba con sus animales al anochecer entre Muniesa y Lécera, en la frontera entre las provincias de Teruel y Zaragoza, el mismo que escuchaba su transistor “porque si no, ¿cómo me voy a entretener todas estas horas solo?”.

Retrato de José Gracia, pastor de 80 cabras, en uno de sus paseos.

Retrato de José Gracia, pastor de 80 cabras, en uno de sus paseos.

José Gracia, el que se ríe de mi cálculo. “Tendrás unas 20 cabras, ¿no?”, le inquiero. “Llevo 80”, replica mientras menea la cabeza. José Gracia, el que se queja por la pereza de sus acompañantes. “Si tuvieran hambre verás como corrían”. Yo le escucho, sin hablar demasiado, para no volver a hacer el ridículo. “¿Y vienes de Cádiz? Pues sí que te cunde. ¿Y te dan de comer en los pueblos?”. Le hablo de mi temor al viento. “Pues las cabras barruntan cierzo”. Y seguimos direcciones opuestas.

Llegada a Zaragoza, en el puente de Piedra, con la basílica del Pilar al fondo.

Llegada a Zaragoza, en el puente de Piedra, con la basílica del Pilar al fondo.

Salgo sin desayunar porque quiero hacerlo en una cafetería de Zaragoza, así que a las 6:50 estoy en la carretera, pero pronto me topo con el drama de los domingos. En Belchite no hay nada abierto y el único bar que me puede ofrecer algo es una magdalena de chocolate y un café porque el pan no le llega hasta las nueve. Peleo contra el cierzo y el estómago, decepcionado por la falta de alimentos de calidad. Los arbustos son zarandeados y pierdo moral. Como es domingo me cruzo con muchos ciclistas en la carretera de Valmadrid. Pobres, pienso, este debe ser el único repecho que tengan cerca. Ahora entiendo por qué cuando vivía aquí no cogía la bicicleta.

Cada vez que piensas en el dolor lo estás multiplicando, le estás dando alas, así que no pienso en el cierzo, solo que pronto voy a llegar a Zaragoza. Entro por el anillo verde del Ebro, grabo todos los puentes, me hago una foto en el de Hierro, mi favorito, voy a la cafetería Simón, pido un descafeinado y una palmera de chocolate. Hoy haré huelga de nutrientes. Me siento a leer en la terraza. Ya he olvidado el viento.

Campo de fútbol de Lécera (Zaragoza), la mañana del domingo 21 de julio del 2021.

¿Qué guardamos de las ciudades donde vivimos?

Llamo a Carmen, mi primera compañera de trabajo. Al darle un abrazo me llega el aroma de toda una época, trece años atrás, cuando éramos unos críos recién salidos de Periodismo presentando los deportes de una televisión local de Zaragoza. Se nos pasa la hora de comer bajo el puente de Santiago. A las cinco, en un bar de la avenida Cataluña, pedimos tres bolas de patata, un pincho de tortilla y dos croquetas. Guerra declarada a mi estómago. El bar lo llevan dos chinas; con una no me entero, la otra va anotando los pedidos en un post-it. Carmen lamenta lo difícil que es quedar con sus amigas del pueblo. Es un problema universal. Crecer. Descuidar. ¿Qué pasaría si los amigos exigieran lo mismo que el matrimonio?

Aún queda algo de sol para bañarme en el río Gállego, donde dormiré hoy. Cae la noche y los relámpagos. A las tres de la madrugada empieza a llover. El cielo se vuelve rojo.