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Telefoneando
Una de las cosas que más me gusta del gran Gila es lo bien que hace como que habla por teléfono. A la antigua usanza, claro, al estilo fijo: el índice raudo dentro de la ruleta para marcar el número anotado en un papelito, el voluminoso auricular del aparato en la oreja («¿está el señor Emilio, el ingeniero?, que se ponga... de parte del ejército») y tanto el lenguaje verbal como el paraverbal sincronizados a la perfección para que fluya naturalmente la conversación con la voz imaginaria al otro lado, ya sea el enemigo en una contienda muy peculiar («¿ustedes podrían parar la guerra un momento?») o la cariñosa criada de un violinista.
Hoy en día ya no se usa el teléfono como antes (perdonen la obviedad, pero no todo va a ser brillantez de ideas en este articulillo). Lo de los teléfonos móviles ha supuesto una revolución profunda de los hábitos comunicativos (perdonen la obviedad, pero no todo va a ser... ya saben). Uno va por la calle y puede ver/oír/escuchar cualquier cosa a su alrededor cuando alguien interactúa libremente con una criatura semejante a través de su amado terminal.
Ahí tenemos a Laura, una mujer aparentemente normal, riéndose sola. Acaba de leer el último mensaje del grupo que han creado para la despedida de su amiga Eva. Durante más de un minuto Laura camina por Ronda de los Tejares tronchándose medio disimuladamente ante la extrañeza de los transeúntes que la circundan, incluso moviendo la cabeza de un lado para otro como diciendo vaya tela, vaya tela con el disfraz de Pitufina, la que vamos a liar.
Ahí tenemos a Pablo en el 4 de Aucorsa, cantándole las cuarenta a su ex en un audio tirando a agresivo: «que no se te ocurra hablar más de mí, ¿te enteras o no te enteras? -un monólogo tóxico del que hace involuntarios partícipes al resto de viajeros-, mamarracha, que eres una mamarracha».
Ahí tenemos también a Santiago, visitador médico, sentado en la sala de espera de consultas externas de Reina Sofía. La pareja de octogenarios que tiene justo enfrente lo observa con atención mientras gesticula en el vacío manteniendo una intensa conversación con no se sabe quién por medio de un auricular de última generación apenas perceptible. Observando a Santiago fijamente, tal vez el experimentado matrimonio supone que una de las consultas cercanas deberá de ser la de Psiquiatría.
Y aquí, justo a mi lado, tenemos a Rafael, que siente una vibración en el bolsillo y desliza el dedo con fastidio para hablar con quien seguramente sea su mujer: que sí, que en Hacienda, que dónde va a estar, que no, que si hubiera terminado ya no estaría él allí, que las citas van con retraso, que ya dijo él que lo suyo era hacer la declaración por teléfono... Cuando Rafael guarda el teléfono resopla con resignación, llama al camarero para pagar la cerveza y se va. Maldito teléfono.
*Profesor
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